Ciencia Nueva. Revista de Historia y Política | e-ISSN 2539 - 2662

Vol. 4 Núm. 2 | Julio - Diciembre de 2020 - Pereira, Colombia





DOSSIER

DOI: https://doi.org/10.22517/25392662.24450 - pp 102-123



REMENDAR LO SOCIAL: ESPÍRITUS TESTIMONIANTES, ÁRBOLES DOLIDOS Y OTRAS EPISTEMOLOGÍAS DEL DOLOR EN COLOMBIA*


MENDING THE SOCIAL: WITNESSING SPIRITS, HURTING TREES AND OTHER EPISTEMOLOGIES OF PAIN IN COLOMBIA**




Recibido: 21 de abril de 2020.

Revisado: 03 de septiembre de 2020.

Aceptado: 08 de octubre de 2020.

Publicado: 31 de diciembre de 2020.


Resumen

Este texto explora, en el marco de un proceso de restitución de tierras en Colombia, la importancia que el vínculo con los antepasados (con los «espíritus», con los «invisibles», o con «lo fantasmal», en tanto entidades actuantes) tiene para remendar lo social. Es decir, para reconocer corporalmente el territorio/cuerpo dañado por la violencia, para retornar a los espacios del terror y la desaparición y para rehabitar la fractura producto de la violencia. Se sitúa concretamente en el Caribe colombiano, alrededor del trabajo de una red donde participan miembros, hombres y mujeres de organizaciones afrocolombianas, raizales, campesinas e indígenas regionales. En su momento, una red de apoyo y acompañamiento colectivo, que surgió hace dos décadas como parte de un proceso de cuidado mutuo de sus integrantes en tiempos de desplazamientos forzados y amenazas.


Palabras clave: testimonio, daño, conflicto armado, remendar lo social.


Abstract

This text explores, within the framework of a land restitution process in Colombia, the importance that the link with the ancestors (with the «spirits», with the «invisible», or with «the ghostly», as acting entities) has in the process of mending the social. In other words, to recognize the territory/body damaged by war, to return to the spaces of terror and disappearance and to re-inhabit the fracture that is the product of violence. It is located specifically in the Colombian Caribbean, around the work of a network where members, men, and women of Afro-Colombian, Raizal, peasant and regional indigenous organizations participate. At the time, a network of support and collective accompaniment that emerged two decades ago as part of a process of mutual care for its members in times of forced displacement and threats.


Keywords: testimony, harm, armed conflict, repairing the social.


Introducción


Este texto explora, en el marco de un proceso de restitución de tierras en Colombia1, la importancia que el vínculo con los antepasados (con los «espíritus», con los «invisibles», o con «lo fantasmal», en tanto entidades actuantes) tiene para remendar lo social. Es decir, para reconocer corporalmente el territorio/cuerpo dañado por la violencia, para retornar a los espacios del terror y la desaparición y para rehabitar la fractura producto de la violencia. Se sitúa concretamente en el Caribe colombiano, alrededor del trabajo de una red donde participan hombres y mujeres de organizaciones afrocolombianas, raizales, campesinas e indígenas regionales; una red de apoyo y acompañamiento colectivo que surgió hace dos décadas como parte de un proceso de cuidado mutuo de sus integrantes en tiempos de desplazamientos forzados y amenazas.


Por los contenidos sociales que conceptos como «violencia», «testimonio», o «reconocimiento» emergen en este contexto intercultural, en el borde externo de la llamada justicia de transición, esta experiencia constituye una visión localizada de la lógica testimonial. Una lógica que define el discurso transicional en sí, no solo como parte de sus presupuestos fundacionales, sino que también, y paradójicamente, se sitúa más allá del lenguaje hegemónico en donde los espíritus y antepasados testimonian, y los árboles también, convirtiéndolos en sujetos de dolor.


El valor de estos espacios testimoniales radica en una doble inflexión: por un lado, abre la posibilidad no solo analítica, sino también social, al resaltar los esfuerzos que comunidades o colectivos concretos hacen para rehabitar el mundo, al margen, y a veces en contra, de las propias políticas estatales; estamos hablando de abrirle un lugar a la posibilidad de la esperanza, para usar una paráfrasis de Ernst Bloch2. Y en segunda instancia, la posibilidad de estructurar, a través de una ética de la colaboración y la escucha, una crítica a los lenguajes transicionales (ya canonizados por una élite circulante) que, además de estar incapacitados epistemológicamente para oír (y por ende recordar) lo que llamo «violencias de larga temporalidad» o «daños históricos», son fundamentalmente centrados en lo humano. Lo cual hace ininteligible los «pluriversos» no-humanos también afectados por las guerras y las violencias3. En otras palabras, la catástrofe no se sitúa exclusivamente en «lo humano». Tampoco se trata de situarlo en eso que se conoce como «lo natural». Las críticas a estos modelos transicionales y sus codificadas definiciones de «daño», «cicatriz», «herida» provienen de Colombia4, desde los pueblos indígenas y los herederos de los antiguos esclavos y el colonialismo.


Discursos transicionales, concepciones de la violencia y testimonio


En el curso de las últimas décadas se ha asistido a la solidificación de un discurso y un grupo de prácticas asociadas a los tránsitos que sociedades inmersas en diversos tipos de violencias políticas (como los conflictos armados internos, los genocidios, las dictaduras militares o las guerras) hacen hacia contextos de «postviolencia»5. La justicia transicional (de aquí en adelante JT) y sus pilares fundacionales, congregados en torno a los derechos a la memoria, la justicia y la verdad, se cristalizan en la instauración de una serie de espacios sociales6 que se gestan como producto de la aplicación de lo que podrían denominar, de manera genérica, leyes de unidad nacional y reconciliación, y que se caracterizan por el establecimiento de ensambles de prácticas institucionales, conocimientos expertos y discursos globales que se entrecruzan en un contexto histórico concreto con el objeto de enfrentar graves violaciones a los derechos humanos.


El «paradigma transicional»7 parte del siguiente presupuesto subyacente: En la medida en que una sociedad se mueve teleológicamente hacia un «nuevo» porvenir en «paz», la «violencia» (codificada y entendida de una manera muy específica) va quedando, en teoría, en la distancia escéptica del pasado. El elemento central de este movimiento, a medio camino entre el diván del sicoanalista y el confesionario, es la enunciación pública del dolor como forma ritualizada de certificación, el reconocimiento del sufrimiento de un otro dañado y el asumir la responsabilidad por los daños causados; asegurando su reparación y las condiciones para la no repetición por parte de un «perpetrador» o «victimario» concreto. Es en esta enunciación, en esta capacidad de una escucha colectiva encuadrada dentro de ciertas condiciones de audibilidad, que recae en abstracto la posibilidad de la «sanación», según reza el mantra transicional, de la «restitución del tejido social» e incluso de la posibilidad del «perdón». Como lo manifestó el subtexto bíblico que acompañaba la seminal Comisión de Verdad en Sudáfrica en 1996, «la verdad [n]os liberará».


En el contexto de este evangelio global del perdón y la reconciliación, cuyo objetivo más abstracto es la refundación de una «nueva nación imaginada» a través de la palabra hablada, instituciones genéricamente conocidas como «comisiones de verdad» o «comisiones de esclarecimiento» (y una plétora de instituciones similares) se han convertido en mecanismos sine qua non que instauran, ritual y socialmente, esta idea de futuro por venir. Son instituciones administradoras y recabadoras del pasado violento. Es decir, a través de estos escenarios transicionales buscan enmendar las fracturas realizadas a las texturas de lo social, a través de la palabra hablada y de la instauración de una teoría que explica el dolor colectivo, una teodicea secular, para utilizar el término de Veena Das8. Lo anterior, en el marco de violencias de cortas temporalidades, definidas por mandatos temporales y espaciales segmentados alrededor de definiciones de daño o violencia, usualmente centradas en el más directo maltrato corporal: asesinatos, abusos sexuales o debido al género, desapariciones forzadas y torturas. Para la JT, las violencias de largas temporalidades no existen epistemológicamente: constituyen una obliteración epistémica.


Así, uno de los protagonistas de la saga transicional lo constituye la víctima o sobreviviente y su testimonio. No es el objetivo de este texto analizar lo que ha significado la globalización del testimonio en calidad de certificación del daño, extraído quirúrgicamente a través de diversos protocolos de intervención en contextos sociales muy diversos, desde Ruanda y Sierra Leona en África hasta Perú, Guatemala o Colombia en América. Mi objetivo es mostrar las limitaciones que tiene el discurso transicional para «escuchar» las violencias que caen fuera de las epistemologías legales que definen lo audible y lo inaudible.


Puesto en otras palabras, el proyecto transicional, y todas sus tecno-políticas9 de reinscripción del Estado, implica el trazado de una línea imaginaria que moldea un presente liminal en torno a la fractura con un pasado violento y en función del porvenir de «una nueva nación». Esa promesa transicional, a través de su propia teleología, busca facilitar el tránsito hacia una sociedad «postviolencia», «reparar» los daños ocurridos y restituir el orden legal.


Este trabajo, como parte de un esfuerzo más amplio, se concentra más bien en la desnaturalización de la promesa, por indagarla etnográficamente, en donde las micropolíticas de la palabra —cómo y qué decimos en un momento dado— se intercepta con las geopolíticas del testimoniar en cuanto formas sociales de la administración del sufrimiento. A este proyecto intelectual y político se le ha denominado estudios críticos de las transiciones10. En este campo emergente de crítica, la palabra «transición» hace referencia entonces a momentos liminales, intermedios; cuando los conceptos recibidos sobre el mundo en guerra, sobre el otro, sobre su projimidad (quién constituye un prójimo y quien no) son puestos en cuestión en la experiencia social en un momento de paz, por difusa y evasiva que parezca. Aunque reconociendo su obvia importancia, aquí me distancio de las codificaciones jurídicas que siempre cifran las discusiones sobre estos temas (derechos de las víctimas, derechos a la verdad, derecho a la reparación, etc.), para situarme en la frontera de lo visible y lo invisible. Es decir, en la frontera que constituye lo político y donde se hace operacional el dispositivo transicional.


Si para la JT la palabra del otro y su testimonio es central, conviene por tanto preguntar: ¿Y si quienes nos hablan o testifican de la guerra lo hacen desde el más allá, desde el «reino de la muerte»11, ¿cómo los escuchamos? Como quiero argumentar a continuación, hay una dimensión del testimoniar las guerras y las violencias que tiene que ver con lo fantasmal, es decir, con las entidades «invisibles» y con los espíritus incorpóreos que se encarnan de otras formas (árbol o río) y que habitan los mundos de los abuelos sabedores en los mundos indígenas en Colombia y en otros lugares. Aquí, la posibilidad de la «reconciliación» con el pasado violento es el «momento» en el que una sociedad aprende a convivir, literalmente, con sus fantasmas o, mejor, con sus antepasados, e incluso con lo que para otros puede resultar «lo inconcebible»12. De hecho, es la ruptura del lazo con esos antepasados lo que para diversas sociedades define la violencia13. Así, en este texto quisiera situarme en el ámbito de una experiencia peripatética de reconocimiento del cuerpo/territorio dañado, del caminar como pedagogía y como vínculo con los ancestros, del hablar con los muertos y de las mediaciones, transmisiones o comunicaciones con lo fantasmal evocadas por el término remendar lo social. Con esto en mente, quisiera relatar la historia de un árbol herido y dolido, en Colombia. La historia del árbol dolido es la historia de una manera de hacer la pregunta por el daño y los caminos que «otras» sociedades y otras epistemologías siguen para remendarse a sí mismas14. Si en el centro del proyecto transicional se sitúa la palabra, emerge entonces una pregunta central.


¿Y qué es el daño?15


La posibilidad de un testimoniar de los espíritus nos hace pensar inmediatamente en el significado del daño y los efectos de la violencia. En cierta medida, la violencia incluso afecta e interviene en la naturaleza del mundo de los que ya no están. Así, cabe la posibilidad de que el daño sea más diverso y complejo de lo que conceptos sicológicos o legales reconocen. Hablar con «ancestros» es un modo de remendar lo social, ese es mi argumento, que como tal requiere de mediaciones concretas, expertos en el mundo de los muertos y sabios en el equilibrio cósmico. El problema sobre el que me quiero centrar ahora es el tema del significado del daño, las formas como lo nominamos o le asignamos un nombre (quizás a lo innombrable), y las maneras como emerge la voz del otro.


Entonces, la pregunta por la «herida» adquiere un valor particular, pues se concentra en indagar lo que la «violencia» hace con los seres humanos, en especial visto desde una perspectiva que privilegia la vida interior, la subjetividad y la manera como personas o comunidades intentan significar, sentir y habitar un mundo herido, dolido16. Contestar esto depende mucho de cómo definimos violencia, como un asalto a los derechos humanos, una violación del cuerpo, una invasión a la comunidad, un desequilibrio cósmico, etc., y por tanto de cómo definimos el «daño». Los lenguajes técnicos, constitutivos de leyes de unidad nacional y reconciliación, hablan de «daños sicológicos», «daños materiales», «daños morales», «daños físicos», siempre alrededor de seres humanos. Se podría decir que las teorías del daño y del trauma constitutivas de la JT son antropocéntricas, porque localizan la experiencia del dolor en el ser humano. Sin embargo, como lo voy a relatar enseguida, puede haber formas inexploradas mediante las cuales la violencia afecta una sociedad, al punto que no se sabe qué nombre ponerle a esa violencia, cómo sanarla y mucho menos cómo enunciarla, si se puede.


Quisiera entonces realizar algunas preguntas en torno a la «localización» y definición de la «herida» (o del «trauma» para usar la acepción latina), así como sus múltiples registros, tanto existenciales como comunales, y sobre el instante en el que se le asigna (o se signa), incluso literalmente, un nombre a la violencia. Pregunto entonces: ¿Dónde se localiza el «daño» y cómo se define la «violencia»?17, ¿en la subjetividad?, ¿en el cuerpo?, ¿en la «comunidad»?, ¿en la «sociedad» o en su «estructura»? o ¿en la «nación» o «naciones minoritarias»?, ¿en la historia de la exclusión crónica y en sus largas temporalidades? Pero, cómo podemos «ver la herida» en todos estos registros, ¿dónde y cómo «suturamos» y quién dice qué es una «herida»? ¿Quién «certifica» el dolor? y ¿cómo escuchamos al doliente? Las preguntas se hacen más apremiantes aún: ¿Cómo indexar o indizar ciertas formas de violencia y descartar otras (si son descartables), reconfigurando el «archivo» e incluso sus «documentos» y hasta su «museo», su repositorio, su lugar arcóntico? ¿Cómo se le asigna un nombre o una imagen a una experiencia de ese «daño» o a los rastros que produce? y ¿cómo los hacemos legibles, inteligibles y hasta sensibles? ¿Cómo aprenden las sociedades a reconocer las heridas como heridas, es decir, aquellas experiencias humanas que, en su multiplicidad de posibilidades vitales, fracturan el orden del mundo mediante el cual se navega la vida cotidiana?


En esta serie de preguntas, el elemento que me parece central es la relación entre herida, nación y narración. ¿Qué quiere decir, en últimas, afirmaciones del tipo «nos duele México» o «nos duele Colombia», más allá de la iconización de lugares como Ayotzinapa, Mapiripán, Mozote, Ayacucho o Tzisbaj? Afortunadamente, el trabajo etnográfico ha demostrado cómo comunidades de dolor son, paradójicamente, constituidas por aquellas experiencias que los disgregan, que los fracturan. En otras palabras, habitamos y somos habitados por aquello que nos duele. La marca, el rastro de una herida como memoria, es también el rostro de una identidad18.


En lo que sigue, voy a relatar una experiencia peripatética de rememorar un saber (la relación entre el territorio, los espíritus y las palabras), a través del andar un espacio del terror y desaparición, la Finca La Alemania, con líderes campesinos, afros e indígenas desplazados, organizados en una red de organizaciones llamada Agenda Caribe y funcionarios de la Unidad de Víctimas19. Posteriormente, me voy a centrar en el diálogo con los espíritus (o la restitución del lazo con lo sagrado) a través de un árbol dolido en el marco de la Escuela de Saberes Ancestrales en la que participé como aprendiz, como escuelante y como amigo y profesor. La escuela es un ejercicio de acompañamiento itinerante de reconocimiento del territorio y del daño hecho a comunidades afectadas por violencia. Su objetivo es trabajar esa relación fisurada por la guerra. En la comunión de todas estas personas forjamos vínculos de projimidad y reconocemos el calor de la palabra como parte de un proceso de aprender a construir en una suerte de pedagogía sobre el camino, a pie.


Para muchas comunidades negras e indígenas en Colombia, al igual que en muchas otras culturas, la salud y la enfermedad no son necesariamente leídas desde una visión biológica del cuerpo individual, de órganos y sistemas. Tiene que ver más bien con el restablecimiento del orden del «cosmos» (por ponerle un nombre a nuestra integralidad con el universo), a través del diálogo con los antepasados, con los anteriores. En un trabajo realizado, en este caso, por mamos y mayores, sabedores de los pueblos de la Sierra Nevada de Santa Marta, los kogis y los arhuacos, particularmente, su visión del sanar las heridas de la guerra era totalizante: había que restaurar el lazo con los anteriores.


Donde «los pájaros no cantaban»


La Finca la Alemania queda ubicada en la Costa Caribe colombiana, en el Departamento de Sucre, corregimiento de Las Pavas. Con 552 hectáreas, fue adjudicada en 1997 como «propiedad colectiva», por el antiguo Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER), a un grupo de familias campesinas para la formación de una empresa comunitaria, una iniciativa de vocación agrícola. Para su desarrollo, la comunidad de La Alemania solicitó un préstamo a un banco. La adjudicación del INCODER coincidió con la intensificación del paramilitarismo en Colombia. Lo cual se tradujo en que para el 2000 el paramilitar Rodrigo Mercado Peluffo, alias Cadena, al mando de los llamados Héroes de Montes de María, incursionó en la finca, desplazando, torturando, desapareciendo, esclavizando a algunas de sus mujeres y asesinando a sus líderes. Hasta el 2005, con la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, a través del proceso de Justicia y Paz, el lugar fue centro de operaciones del paramilitarismo en esa región del país. Debido a los desplazamientos y amenazas, a los saqueos y robos de ganado, la comunidad no pudo pagar los préstamos adquiridos con la Caja Agraria. Desconociendo esto, el propio INCODER solicitó a un juez el embargo de la propiedad, a espaldas del presidente y representante legal de la empresa comunitaria. En su momento, el banco le vendió la deuda a una empresa privada de cobranzas (Central de Inversiones, CISA), quien a su vez se la revendió a otra empresa de cobranzas muy conocida en Colombia, Covinoc, con sede en Medellín.


A menos de 25 kilómetros de las playas de Rincón del Mar en el Caribe, San Onofre (Municipio donde se encuentra la finca) es un punto de tránsito de la carretera central del Caribe. Relativamente cerca, se reconoce la tradicional playa de Santiago de Tolú, con Montería y Sincelejo (capitales departamentales) hacia el sur, conectándose con Chala, Arboletes hasta el Urabá, punto de tránsito hacia el Pacífico colombiano y Panamá. No en vano, a sus alrededores se reconoce la cartografía de las masacres paramilitares en lugares como María la Baja, Montes de María, Ovejas o El Salado.


En el 2014, varias de estas familias desplazadas retornaron luego de una década y comenzaron el intento por mantener la finca, la propiedad colectiva y restituir alguna semblanza de productividad. Sin embargo, La Alemania se encontraba bajo la presión de los mismos grupos armados que los amenazaron, como las hoy llamadas Águilas Negras (sin la presencia de Cadena). También, bajo los intereses de la agroindustria y la minería, quienes habían logrado abaratar los costos de la tierra comprando masivamente predios «loteados» en parcelas, creando las condiciones sociales para una forma de despojo. Eventualmente, la informalidad de la tenencia de la tierra, los errores en asesoramiento técnico para la puesta en marcha de proyectos productivos, aunado a la amenaza a la vida, facilitaron la venta forzada de predios a precios irrisorios para revenderse años después a empresas agroindustriales. Como en otras partes del país, lo que se instaura es una desposesión estructural de pequeños tenedores. Hubo un interés de parte de diversos grupos en fracturar la propiedad colectiva para facilitar la venta individual de lotes, desestimular reclamos comunitarios operando sobre las diferencias internas de los campesinos (algunos, por ejemplo, fueron colaboradores de la empresa paramilitar) y sus proyectos disímiles de vida: unos no querían cultivar, otros no querían volver o no podían. En suma, los retornados, «regresan» a un lugar fracturado, roto, a punto de explotar en mil pedazos. La gran pregunta que emerge gira en torno al significado del «retorno».


En Colombia, a raíz de los millones de desplazados de la guerra, ha habido diferentes caminos institucionales para asistir a estas personas en su tragedia. En su momento, ayudas humanitarias y mercados fueron parte de esto. En los últimos años, a raíz de la promulgación de leyes como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, han emergido otras instituciones del Estado que han complementado formas de acompañamiento jurídico o sicológico. El retorno, producto además de la terminación del conflicto con las FARC, a raíz del Acuerdo firmado en la Habana, ha permitido con dificultad volver a los lugares donde fueron violentadas las personas. Digo con dificultades porque hay una plétora de grupos armados y actores legales compitiendo por esos territorios. Para el Estado, este «volver» es efectivamente un acto de acompañamiento burocrático, una formalización legal acompañada de elementos diferenciales dependiendo del origen regional o cultural del retornante. Con el Estado, todo son procedimientos, lenguajes técnicos o temporalidades específicas. Este «acompañamiento» es necesario, pero no es todo. Fue esta incertidumbre sobre la idea del «hogar», del «retornar», lo que facilitó la participación de la Agenda y la estructuración de un proceso que comienza con un acto de bienvenida, una caminata de reconocimiento del «territorio» violentado, un ritual de sanación y un cierre.


Por los territorios del dolor


El lugar (La Alemania) estaba plagado de fantasmas, decían los retornantes, el del jefe paramilitar mismo, de cuyo paradero nadie sabía, aunque los rumores dicen: «Dizque que anda por ahí», deambulando. En todo caso, las redes de clientelismo que sustentaron el proyecto paramilitar que él formó siguen operando parcialmente en la región, aunque bajo otras características, luego de su desmovilización en el 2005. Pero a ellos, a estos espectros de la violencia les pasa algo similar a lo que le pasa a las «brujas», y se refleja en un dicho popular: «¡Que [las brujas] no existen, pero de que las hay, las hay!». Estos fantasmas aún amenazan y llegan de noche en su moto a las puertas a mirar sigilosamente.


Pero no eran los únicos fantasmas, también rondaban los de los asesinados por él: varios líderes comunitarios, las mujeres a las que esclavizó y encerró, otros que salieron y nunca volvieron a la casa y otros que vinieron a ser enterrados en fosas, a escondidas, desaparecidos. Las historias en general cuentan de la actividad típica de los lugares del miedo creados por la lógica paramilitar. Donde el terror y el rumor, el chisme y la circulación de la incertidumbre, a través de la amenaza, de la muerte pospuesta (no solo en el pasado sino en el presente inmediato), se entrelazaba con la vida diaria. En una zona de guerra (y aquí uso el término de manera muy amplia), la certidumbre de la muerte cohabita con la incertidumbre de la vida. El terror como mecanismo de control, el terror normalizado. Es decir, ¡la normalización de aquello que fractura la vida cotidiana, que fractura la vida! Tamaña paradoja, una violencia que desestructura es a la vez estructurante. Incluso hay historias de funcionarios de la Fiscalía (evocados de manera fantasmal) realizando supuestas exhumaciones de cuerpos que no quedaron registrados, de los que la institución no sabe porque dice que nunca las hizo. Retiros de cuerpos, extracción de evidencia, como quiera llamarse. La desaparición de desaparecidos refuerza la dimensión «siniestra»20.


Salimos a caminar al día siguiente de la llegada. Realizamos un sobrio ritual de agradecimiento o «pagamento» (como dicen los indígenas en la Sierra Nevada) la noche anterior. En medio de una gran fogata en la Colombia tropical y tórrida: una presentación del grupo de acompañantes, una docena, y los líderes del proceso de retorno al lugar del que habían sido desplazados hacía una década. Todos pusimos con nuestra palabra y sobre la mesa quiénes éramos y a qué habíamos ido. Los mayores, los mamos y los amigos del pueblo Wayuu, junto con representantes de los Afros de Cartagena, Tierra Bomba y, en particular, uno venido de la Boquilla en pleno proceso formativo en la santería cubana, agradecen a los antepasados por recibirnos en esa tierra. «¡Mucho aché!», decía Gustavo al final de la recitación, nombrando cada uno de sus nombres, sus antepasados; algo que había visto muchas veces en mi propia vida y que me inspiraba familiaridad. Sin duda, un encuentro en el que se interceptaban diversas «tradiciones» o «prácticas religiosas» (traigo a colación estas palabras con mucho cuidado y duda), de vínculos y mediaciones complejas con el mundo de los muertos, de los «dioses» y de lo sagrado.


La idea de todo el ejercicio itinerante es precisamente reconocer la relación entre las personas y espacios como elemento central del retorno al lugar de la violencia. Es esta reconexión a los rituales que lo sustentan, lo que en el contexto de ejercicio se denominó «conocimiento ancestral». Tiene dos momentos: uno cuando la itinerancia se hace pedagógica y otra cuando la palabra con los antepasados se sella como didáctica. La mañana siguiente a la sesión de bienvenida, el grupo se encaminó a recorrer una pequeña parte de la enorme finca. Es un recorrido por la historia reciente de la región, en particular, de la relación que esta finca tiene con los años de la incursión paramilitar. El recorrido se centró en la experiencia íntima de quienes sufrieron.


Comenzó temprano, al despuntar el sol. El grupo de caminantes tomó un buen desayuno, previendo un esfuerzo de varias horas. Habría que decir que esta zona del país es particularmente caliente y aunque no hay mucha humedad, comparada con otras, el sol abrasador e inclemente no se hizo esperar. Aquí comienza a pensarse en la labor agraria, en el esfuerzo físico que implica la vida del campo, tan demeritado y desconocido en las ciudades y abstraído en los supermercados de cadena. El grupo era liderado por Aura, la esposa de uno de los líderes asesinados. Ella asumiendo la posta dejada por su marido unos años antes. En alguna ocasión, le llamé a este tipo de proceso «memorialización peripatética», haciendo alusión a los filósofos peripatéticos (del griego peripatein, que significa caminar o pasear) de la antigua Grecia, herederos de Aristóteles y quienes enseñaban mientras caminaban. La palabra por supuesto, que terminé cambiando por «itinerante», implica un conocimiento que se adquiere en movimiento, pero no solo un movimiento en un territorio, sino adicionalmente uno que involucra, intuyo que, como cualquier otro, una experiencia corporal. El retorno a La Alemania requería de un proceso ritual (un modo de contar el tiempo de lo social), en donde el «reconocimiento del territorio» con todas sus heridas era la parte central. La palabra «peripatética» tenía la intención de resaltar la integralidad de ese caminar.


Tuvimos varios momentos y paradas. En el lugar donde fue encontrado su marido asesinado, hoy con una pequeña placa conmemorativa, Aura cuenta la historia, habla de su hombre, de lo que pasó y dejó de pasar y del porvenir. Recorremos las lagunas medio secas por el furioso verano, los pastizales que quedaban, mientras el sol hacía su entrada definitiva. Grandes árboles emergen de la sabana, el sonido de los pájaros, los murmullos de las personas. En algún otro punto, nos detenemos para hablar de las otras personas muertas, de las historias más macabras, de la «exhumación» de un automóvil y sus cuerpos por funcionarios fantasma. En la medida en que recorríamos, se iban formando pequeños grupos de conversadores, parejas de conversantes, quienes se pasaban las horas compartiendo de sí mismos. Diminutos archipiélagos de conversaciones que cambiaba de compañero de cuando en cuando, como una especie de danza colectiva. A medio camino, la casa principal de la finca con aspecto de abandonada, situada en la única loma desde donde Cadena no solo vigilaba el acceso al lugar, sino desde donde operó y forzó a mujeres a su voluntad por años. Hoy está habitada, por ella misma, doña Aura. Nunca la pregunta por el retorno se había hecho más patente para mí, ¿cómo se puede volver a tal sitio?, ¿cómo se retorna al lugar donde se fue violentada? En este lugar nos detuvimos a media mañana, a tomar algo que los habitantes o la «comunidad» había preparado. Mientras tanto, los dos mamos que estaban presentes, recorrieron los alrededores de la casa y la colina circundantes. Habían pasado la noche anterior con sus pertenencias en la hamaca que habían guindado bajo un gran árbol, recorrieron parte del terreno buscando el lugar sagrado desde donde se tenía que reconstruir el lazo con los antepasados, restablecer el equilibrio. Es aquí desde donde emerge la historia del árbol quemado y luego del árbol dolido. Lo que quisiera resaltar, antes de continuar, es la posibilidad de ver y entender las raíces de un árbol dolido como testimonios de guerra y, obviamente, como sujetos de dolor.


Este viaje tiene como precedente otro en el que un sabedor muy conocido, el mamo Zalabata, había sido invitado en su momento a realizar «pagamentos» en esta tierra inhóspita habitada por espíritus a medio camino. Zalabata acude a la invitación y reconoce que el territorio debe ser sanado porque tiene muchas heridas y «mucho muerto». Efectivamente, ubica un árbol particular justo al lado de la casa, como centro ceremonial para el ritual. Así fue, el mamo hizo su «trabajo» en uno de los árboles de la finca. Árbol que debía ser cuidado porque era el receptáculo central que le permitía al territorio restablecer su equilibrio. Era el lugar más sagrado. Unas semanas después de este primer evento, la dueña de casa, en un intento por sacar una madriguera de zorros que se había instalado en el dichoso árbol, intentó sacarlos a punta de humo de periódico, perdiendo el control del fuego y quemándolo en su integridad. Los animales huyeron y el lugar sacramental desapareció. Lo cual generó una angustia familiar ante la posibilidad de la mala suerte, de la amenaza, la muerte o algún otro mal. Dos semanas después, el mamo Francisco Zalabata murió. Dicen los mayores de la Sierra, que nos acompañaron en esta ocasión, que eso estaba «escrito». Que luego del «trabajo» se había creado una íntima relación entre el mamo y el árbol. La solución a este desajuste era retomar el proceso de Zalabata con otros sabedores y realizar de nuevo los rituales, incluso para acogerlo a él también.


Reconocer el territorio implica, como parte del ejercicio de retorno, una intermediación ritual. No se puede volver así, aunque a mucha gente le toque, sin un proceso significativo de reencuentro, un rito de paso. Sin embargo, yo creo que el retornar implica más bien restituir el lazo con lo sagrado, restablecer el diálogo directo con los anteriores. Y eso se hace con otros, en compañía, en la projimidad de otros. Reconocer el territorio herido implica reconocer sus heridas, sus cicatrices, aprender a convivir con ellas. El territorio como cuerpo, pero también el cuerpo como territorio. Y este acto se realizaba de manera itinerante, corporal, porque ante todo la idea de «territorio» (con toda y las reducciones epistemológicas implícitas en la palabra) convoca la experiencia condensada del significar y del sentir: este es mi territorio o mi hogar, aquí habito, este soy yo, esto somos nosotros. El espacio y el cuerpo se relacionan a través de la sedimentación de la memoria hecha corporalidad.


Habiendo pasado algunas horas, llegamos entonces a la casa principal, donde efectivamente se encontraba el árbol quemado. Los mamos Juan Rácigo y Rafael Izquierdo procedieron luego del refrigerio a juntar a las personas en torno a otro árbol, no muy lejos del anterior. Hombres a un lado y mujeres al otro. Veíamos a los mamos sentados frente al nuevo árbol, todos en silencio, mientras el mamo Juan pronunciaba sus palabras. A lo largo de todo el camino hasta llegar a este punto y después dispuse mi grabadora de audio para que registra sonoramente el trayecto completo. Me sentaba en una esquina del camino a escuchar a la gente transitar, a oír los pasos, el calor, el viento que de vez en cuando nos acompañaba por segundos. Aquí frente al árbol, sentía la incomodidad de algunos, los sonidos amplificados de la carraspera de la garganta, la respiración taciturna de otros, los momentos de silencio tecnológico y las palabras del mamo.


Durante un rato largo, el hombre conversó con los antepasados que habitan el nuevo árbol. Posee una gesticulación que pareciera no expresar mucho, es impenetrable. En Colombia, los indígenas de la Sierra poseen un aura atrayente de hombres sabios, de cuidadores, hombres y mujeres, de la «madre tierra», de sus hermanos y hermanas «menores» (el resto de la sociedad) a quienes hay que recordarles constantemente que estamos destruyendo todo y que el gran problema de los blancos es que «hablan mucho». Los ve uno en documentales, llevados por medio mundo como en una especie de peregrinaje. Han sido entrevistados, filmados hablando del cosmos, se han batido en duelo con físicos profesionales y han hecho sus propios audiovisuales en sus lenguas hablando de sus mundos. Cuando los oigo, sus pensamientos, como cualquier pensador, me son casi ininteligibles. Siendo los kogis (kággaba) la única sociedad amerindia que resistió la Conquista, los pueblos serranos en general, arhuacos (ikas), wiwas (arzarios) y kankuamos son vistos (en todas sus complejidades) como una mezcla entre sabedores, cosmólogos, conservacionistas, agricultores, conversadores y políticos sagaces.


Algunos de sus objetos, territorios y símbolos, como las mochilas21 y hasta Ciudad Perdida22 han sido apropiados por mucha gente: desde buscadores de conocimientos, aprendices de mamo con acento europeo, senderistas y caminantes, conservacionistas nueva era y profesionales, mochileros de todos los tipos, bohemios sin esperanza, perdidos en la vida, uno que otro estudiante de ciencias sociales colombiano, hordas de turistas con sus guías bilingües hasta pasionistas católicos buscando redimir sus pecados a través del dolor físico, trasegando los cinco largos días de montaña. Subida que por cierto no pierde político nacional en helicóptero. Desde presidentes a ministros que necesitan mostrar una hipócrita sensibilidad con el «mundo indígena». Sobra decir, por este mismo hecho, que sus fisuras comunitarias, sus clivajes políticos, sus relaciones con el poder estatal no son homogéneas y son complejas. «Mambeadores» o masticadores de hoja de coca, resuelven sus diferencias hablando durante días o semanas, «poporeando» o macerando la hoja en un «poporo» (un «contenedor» sagrado) y masticándola con cal como se hace con el tabaco. Con sus largas cabelleras, hombres y mujeres caminadoras descalzas representan la Sierra misma en su cuerpo, en lo que usan, en lo que portan consigo. En parte, debido a este «exotismo», a la imagen de esta especie de místico a la manera de Don Juan, la Sierra ha sido parte de las obsesiones científicas desde hace más de cien años; atrayendo además de misioneros religiosos y laicos, a la antropología y sus fiduciarias cuasi coloniales, a través de fundaciones, empresas de turismo ecológico, extranjeros reconocidos de dudosa reputación, frentes de colonización epistemológica, escuelas de campo y estudiantes y mitos de origen de carreras académicas y sus aburridos, repetitivos y nostálgicos recuentos personales.


La Sierra y sus gentes, han sido símbolo de resistencia, esperanza y supervivencia. Los lagos sagrados y sus picos nevados, a donde no se puede subir por prohibición de las autoridades indígenas (el Consejo Supremo de Mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta), todos casi por los seis mil metros de altura, y en proceso de deshielo por el calentamiento global, son el centro sagrado que los vincula incluso con otras comunidades indígenas y sus sabedores en la Amazonía o en las tierras del Putumayo donde viven abuelos-médicos y taitas ingas.


Las poblaciones y los territorios han estado en la mira de los guerreros, de los paramilitares, de las guerrillas, de las Fuerzas Militares, de los cultivadores de coca y marihuana, de los narcotraficantes y productores, de la violencia estructural y la carencia crónica (y sus desgracias colaterales), de la masiva deforestación en las zonas bajas que bordean el resguardo indígena, de los «loteadores» ilegales o vendedores piratas de terrenos, de los proyectos de desarrollo y sus industrias extractivas y mineras, de las empresas de turismo (otra forma de extracción) que han colonizado la costa, los parques naturales y los arrecifes, de los funcionarios del Estado y sus promesas a medias, del cambio climático y, ahora, posiblemente, de la transición a la paz neoliberal. Ya en Ciudad Perdida nunca falta el flujo de algunos curiosos que llegan para sentarse con alguno de los mamos que, visiblemente exasperado pero generoso con su tiempo, dice alguna cosa incomprensible (o sencillamente se queda en silencio) para que el turista despistado la lleve consigo como una píldora de conocimiento ancestral. En momentos de alta complejidad, de riesgo para su integridad, la gran montaña con silueta de pirámide y «centro energético» para «abrazadores de árboles» fue quien los resguardó, quien los ha resguardado durante centurias. Estos eran los mismos hombres que estaban en la Alemania.


Sentados alrededor del árbol, en el espacio sagrado, el mamo, en una voz apenas audible y hablando en su lengua (casi en privado y en secreto), agradece a sus antepasados. Se dirige al árbol durante varios y alargados minutos. Los mamos nos piden guardar los aparatos, los teléfonos, las grabadoras. «Lo que se va a decir y a hacer será un secreto entre nosotros», dijo.


Acto seguido, el mamo saca de su mochila una madeja de lana o algodón con el que las tejen. Extrae una hebra de la que saca hilachas cortas de hilo que enrolla entre sus dedos para luego repartirlas, una a una, entre los asistentes. Sabemos que las mochilas, la estructura de su tejido en forma de espiral, reflejan la estructura misma del cosmos y de la Sierra. Por lo tanto, el hilo es una conexión con ella misma, en la que somos sencillamente una continuidad. Los hilos nos están conectando, y entregarlos es un acto de memoria con quienes vinieron antes, con los presentes y con los futuros23.


Cada persona con su lana entre las manos, concentrados en ella, es invitada entonces a hablar espontáneamente, gestando una especie de largo estado de letargo meditativo. Como las polémicas obras musicales de John Cage (particularmente 4’33’’) el letargo meditativo y autorreflexivo desató, más que el impulso para hablar, la posibilidad de escuchar el enjambre de sonidos y silencios que emergían a esa hora del día. La gente no habla con facilidad. Poner a las personas ante la expectativa del hablar, ante la posibilidad de la escucha, de la enunciación sonora o de cualquier orden es instaurar el silencio como posibilidad de la propia enunciación. Así es el testimonio, así es la música. Guardar silencio es esperar. En ese lapso, desde unos segundos hasta unos minutos, descubrimos que el silencio no existe: un suave viento corre entre los árboles mientras nos sentamos en la hierba. Las moscas deambulan con intransigencia entre las personas y las hojas secas. El viento trae consigo olores irreconocibles, aromas del monte, tenues, casi imperceptibles. Mi cuerpo sentado sobre el suelo se mueve de aquí a allá en una especie de combate con la incomodidad. Rasguño el piso, carraspea mi vecino y, en el fondo con el silencio sobrecogedor de los mamos, esperamos a que alguien le apueste al momento y nos diga qué lo llevó hasta ese punto, hasta esas matas quemadas que yacen sobre el piso.


El pagamento se sella con la palabra, con su circulación. La tomamos de la ruta de la que veníamos (porque igual veníamos hablando) y, al llegar al lugar, la retomamos, la circulamos y finalmente la cerramos. Una a una muchas de las personas asistentes tomaron la palabra, los miembros de la comunidad que representaban las familias retornadas, la gente de la Agenda y los representantes del Estado, medio aturdidos. El tiempo, la escucha, la palabra, la conexión: todos en función del nuevo árbol, del nuevo lugar sagrado donde se restituye el equilibrio con los que no están, con quienes aparentemente ya no se puede hablar, con sus incorpóreos. Yo guardé silencio rotundo, casi inmóvil.


El mamo termina el proceso que comenzó con sus palabras y como un círculo se cierra con la misma palabra. Todos los círculos se deben cerrar. Han pasado varias horas, el sol arrecia. Nos levantamos, lentamente, con nuestros secretos, con los dichos y los no dichos. En la medida que nos movíamos para continuar lo que faltaba del recorrido de aquel territorio me acerco con cautela al nuevo árbol. El ritual de pagamento, de pagar, de agradecer, de devolverle a la madre tierra, ¿o a la madre en general?, lo que ella nos había confiado, los árboles, el río, el viento, el otro. El ritual implica restituir el orden del cosmos, el orden del tiempo, el orden del espacio. Para mí, la violencia es la fractura de un orden: el de lo corporal, el de lo verbal, el de lo espacial. Para ellos, era algo más grande. Una teodicea que explica el sufrimiento humano (el gran tema de muchas religiones laicas o no) como desorden cósmico, como ruptura con los antepasados y cuyo equilibrio y dialogía debía restituirse. Restituir el diálogo con los que no están, oírlos. Tamaño sacrilegio para una sociedad judeocristiana que solo «cree», y con dudas, en un «espíritu» abstracto (que no es un antepasado) a través de un libro.


Me acerco sigilosamente a ese árbol y con sorpresa descubro que, para muchos, si no todos los presentes, pasan desapercibidas una serie de cortadas o machetazos visibles en una de las zonas laterales del tronco. De arriba abajo, la hoja de la gran navaja había dejado sus huellas y el árbol había crecido con ellas. Era como si alguien lo hubiera agarrado a golpes de machete limpio una y otra vez con meticulosidad y precisión. Justo en medio de esta epifanía, de ese momento de descubrimiento, agacho la cabeza con curiosidad hacia el viejo árbol, el calcinado, a pocos metros. Unos pequeños retoños de otras matas emergen de su tronco ennegrecido por el fuego. Claramente, la vida continúa ahí, donde todos pensábamos que no había sino muerte24. Un torrente de preguntas circundó mi cabeza durante días y meses. La primera es la más obvia, tiene que ver con el orden del discurso legal: nuestras concepciones del daño y de los efectos de la guerra, en el marco de lo que llamamos justicia de transición, giran exclusivamente en torno a los seres humanos, son antropocentristas. Los únicos que sufren son las personas, lo único sanable son las personas. Y si sufre lo no humano, no es porque un árbol se considere un sujeto de dolor, sino porque acarrea «daños ecológicos» tasables y medibles, cuestión que es muy distinta25.


Las preguntas más hondas me avasallaron: ¿Es en realidad el árbol un sujeto de dolor? ¿Son las raíces una forma de testimonio?26 ¿Qué es una herida? ¿Qué es una cicatriz y cuál es su relación con el tiempo? Y los invisibles, ¿cuál es nuestra relación con ellos? Y los mamos, ¿sabían de estas heridas? ¿las veían como heridas? —Quizás —me dice uno de los acompañantes— sean los golpes de algún campesino desmontando matas. ¿Campesino? ¿Habrá sido este árbol testigo de la violencia paramilitar? ¿qué nos dirán los espíritus que en él habitan?27 El proceso de reconocimiento del territorio, de sus lugares de memoria y sus lugares sagrados, el ritual de pagamento, la circulación de la palabra y el «descubrimiento» personal de las heridas del árbol termina con el resto de la larga caminata. A todo este entramado de formas de pensar, de formas de caminar, de formas de entender, que emergen desde el mundo de la vida de quienes han vivido la violencia, se le llamaba «saberes ancestrales»28. Lo ancestral aquí no es el rescate cultural de los antropólogos, sino el rescate de la projimidad del otro. Hay algo fundacional en esa projimidad. En algún momento pasamos por uno de los predios rehabitados, donde don Jacinto nos contó su visión de la paz, la que yo llamo la «paz en pequeña escala» o la paz «en plural». Nos dice con vehemencia el viejo de mil batallas:


La paz significa vida, y mire usted, aquí en esta finca y hablando de toda Colombia, los pájaros antes no cantaban [...] y los venados no salían. Los hombres su boca la tenían cerrada. Es más, le puedo asegurar en ese pasado, hasta [...] en la cama había dos mujeres [...]. Muchas veces nos tocaba al hombre dormir con la mujer y uno no sentía cumplir [...] , con ese compromiso de hombre para la práctica del amor.


La vida y el amor vienen con la paz para don Jacinto.


Pegado el sol del mediodía sobre la inmensa bóveda azul del cielo, continuamos el trayecto de retorno al lugar donde comenzamos en la entrada de la finca. Aquí, o mejor, en ese largo momento de muchas horas, reconocimiento y conocimiento adquieren su verdadero valor sensorial y corporal. Llevados quizás por la infinita alegría del momento, por esa «projimidad» que constituye el «estar con» otros, las horas se pasaron y el camino, sin agua ya, se duplicó. Estábamos mucho más lejos de lo que pensábamos. Las conversaciones disminuyeron, el grupo de caminantes se partió en pedazos de fortaleza y debilidad. Cada uno contra sí mismo y consigo mismo.


Aquí se hizo obvio: reconocer el territorio; es decir, volver y conocerlo, asignarle un nombre a ese «retorno» —que es en realidad un palimpsesto de retornos—, a esas heridas — como las del árbol— es como recorrer un cuerpo. Aquí el conocimiento se incorpora, se hace corporalidad. Creo firmemente que el único conocimiento posible es el que permite el vínculo, inseparable, entre el pensamiento y la vida de los sentidos, entre lo inteligible y lo sensible. De pronto, si uno es afortunado, la vida profesional, lo que eso quiera decir, es la morada, como dijera santa Teresa de Jesús de ese diálogo constituyente29. Faltaba pues cerrar el propio círculo que se había abierto la noche anterior, faltaba nuestro propio retorno al lugar de donde partimos muy temprano en la mañana.


Comentarios finales


En conclusión, de la historia del árbol quisiera resaltar la palabra como didáctica y la itinerancia como pedagogía. Aquí, reconocer un territorio de violencia es como reconocer un cuerpo, es asignarle un nombre a esa experiencia multiforme. En este contexto, lo que se hizo fue hacer legible el territorio, leer sus rastros, acercarnos a las ruinas de lo social. Esto mediante un balance entre lo inteligible y lo sensible. Hacer legible el pasado, caminando sobre una cicatriz como demarcación, como mojones narrativos y temporales. Con el mamo se restaura el orden ritual del mundo y concebimos la posibilidad de que eso pase por la restitución del diálogo fundamental con los antepasados. En ese orden de ideas, hay una cierta inefabilidad en ese daño: no tenemos el lenguaje para enunciarlo, no le asignamos agenciamiento a los fantasmas ni subjetividad al árbol.


Nuestro discurso de «la justicia, la verdad y la reparación» obedece a ciertas epistemologías, a ciertas concepciones de dolor colectivo, centrado en lo humano. No es de extrañar que las críticas más radicales a la promesa transicional, a la reinscripción del Estado sobre sí mismo que llamamos justicia transicional, provenga de estas sociedades, de estas naciones minoritarias o de los descendientes de esclavos en el Pacífico, al menos en Colombia. En este contexto, las palabras «memoria», «reconciliación», «reparación», «restitución» habitan, por decirlo así, el borde externo del lenguaje oficial. En un continente como América Latina, lugar de diversas transiciones políticas inacabadas, estas violencias de largas temporalidades y estas formas de habitar la herida o la cicatriz deberían ser parte de nuestros diálogos sociales sobre la imaginación social del porvenir.


Sobre la muerte de los ancianos sabios


La quema del árbol se asoció con la muerte o el tránsito del mamo Zabalata al mundo de los ancestros. El mamo que realizó la ceremonia de la palabra toma la batuta del anterior y continúa el proceso de reconocimiento y remiendo del territorio. En la historia del conflicto en Colombia y en la historia de violencias estructurales de larga data —yo le llamo a ese impacto no reconocido por el discurso de la justicia transicional «un daño histórico»— siempre han estado presentes las muertes de los ancianos sabios30. El árbol representaba el centro del mundo, el canal de comunicación con el mundo de los ancestros. Cuando trabajé en Sudáfrica con algunas comunidades negras sobrevivientes de tortura, entendí la importancia del testimonio de quien no está, de los espíritus de los esclavos, y la manera como sus voces se hacen corpóreas. Los espíritus requerían también testimoniar.


La pregunta por la muerte del árbol me hizo pensar por lo que implicaría, como fue el caso, la muerte de un taita, un curaca o un mamo; una de esas figuras centrales en una sociedad que intermedia con lo sagrado31. En la selva amazónica colombiana, por ejemplo, los curacas constituyen el vínculo con las entidades paralelas que habitan la selva, constituida de zonificaciones mágicas cuyos flujos, relaciones y movimientos están tramados, como en un tejido, con estas presencias32. La moral, los prejuicios, el destino, el futuro, la enfermedad, la salud son leídos desde esas interconexiones33. Cómo caminamos, por dónde caminamos y cuándo caminamos por la selva está relacionado por esas presencias. El asesinato de un curaca, de un taita o de un mamo significa la fractura de ese vínculo con el mundo que está más allá del territorio (en sentido genérico), ese diálogo entre el mundo de los vivos y los muertos.


De hecho, la palabra «territorio» es una simplificación de esa complejidad, en donde los árboles, los ríos y los antepasados son entidades vivientes que interactúan, que tienen agencia en el mundo de lo inmediato34. En este mundo, los árboles también duelen, también se hieren, también sangran y requieren ser sanados, so pena de convertirlos en rastros o testigos de la catástrofe. Cuando eso se hace, se restituye un lazo fundacional de lo social. Tengo en mi mente la larga conversación con el taita Santos del Sibundoy, al suroccidente de Colombia, alrededor no solo de los fantasmas y el diálogo que con ellos se puede tener a través de la planta del yagé, sino también de lo que significan estas presencias literales en nuestras vidas.


Retomo las mismas preguntas del comienzo para terminar: ¿Dónde se localiza el «daño» y cómo se define la «violencia?» ¿En la subjetividad?, ¿en el cuerpo?, ¿en la «comunidad?», ¿en la «sociedad» o en su «estructura»? o ¿en la «nación»? ¿Cómo lo mapeamos? ¿Cómo lo hacemos nuestro a la vez que habitamos lo que nos separa? La interconexión entre estos registros y sus epistemologías sigue siendo el reto portentoso de nuestro porvenir, de nuestra enseñanza.




* Este documento respeta las directrices y normas dispuestas en la Declaración de Ética de Publicación de Ciencia Nueva, Revista de Historia y Política. Esta declaración puede consultarse en la página web de la revista: http://revistas.utp.edu.co/index.php/historia


** Agradezco a las profesoras Ginna Rivera, Luisa Acevedo y a María del Rosario Ferro por sus generosos comentarios al manuscrito. También agradezco a estudiantes y colegas en las facultades de Derecho, Antropología, Sicología, Comunicación y Estudios de Paz y Estudios de África en Colombia, México y Alemania por sus aportes a la versión oral y pública.


*** Antropólogo por la Universidad Nacional de Colombia, comisionado de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad de Colombia, profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes y director del Programa de Estudios Críticos de las Transiciones Políticas, PECT.


1 Referente al proceso institucional (Ley 1448 del 2011) que hace parte de la «reparación integral» a víctimas del conflicto armado, mediante el cual se restituyen tierras y predios y sus respectivos títulos de propiedad a quienes los hayan abandonado o a quienes se les despojaron en el marco del mismo conflicto.


2 Ernst Bloch, El principio de esperanza (Barcelona: Trotta, 2002).


3 Arturo Escobar, Sentipensar con la tierra. Nuevas lecturas sobre el desarrollo, territorio y diferencia (Medellín: Universidad Autónoma latinoamericana, 2016).


4 O en su defecto de Guatemala, Perú, Mozambique o Angola, entre otros.


5 Rosalind Shaw, Lars Waldorf y Pierre Hazan, eds. Localizing Transitional Justice: Interventions and Priorities After Mass Violence (Ithaca: Stanford University Press, 2010).


6 Y dispositivos legales, geográficos, productivos, imaginarios, epistemológicos y sensoriales.


7 Thomas Carothers, «The End of the Transition Paradigm», Journal of Democracy 13, n.º 1 (2002).


8 Veena Das, «Sufferings, Theodicies, Disciplinary Practices and Appropriations», International Social Science Journal 49, n.º 154 (1997).


9 Nehal Bhuta, «State-Building: Democratization and Politics as Technology», Social Science Research Council (2008), http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.1574349


10 Alejandro Castillejo, ed. La ilusión de la justicia transicional: perspectivas críticas desde América Latina y África (Bogotá: Editorial Universidad de los Andes, 2017), 1- 56.


11 Como dice el poeta T. S. Eliot. T.S Eliot, «The Hollowed Men», en Poesía resumida 1909-1962 (Madrid: Alianza Tres, 1984), 101-106.


12 Elisabeth Povinelli, «Radical Worlds: The Anthropology of Incommensurability and Inconceivability», Annual Review of Anthropology 30 (2001): 319-334. Eduardo Viveiros de Castro, La Mirada del Jaguar: introducción al perspectivismo amerindio (Brasil: Tinta Limón, 2013).


13 Victor Igreja, Béatrice Dias-Lambranca y Annemiek Richters, «Gamba Spirits, Gender Relations, and Healing in Post-Civil War Gorongosa, Mozambique», Journal of the Royal Anthropological Institute 14, n.º 2 (2008): 353-371, https://doi.org/10.1111/j.1467-9655.2008.00506.x


14 Como en otros textos, aquí retomo la genealogía que conecta las palabras «enmendar», «remendar» o incluso «enmienda». El verbo enmendar viene del latín emendare (corregir las faltas), se traduce también como «remediar», «mejorar» o «perfeccionar». Derivado de menda y mendum (falta, error, o defecto) de donde provienen términos como «mendigo». Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, enmendar en sus densidades semánticas significa: 1. Arreglar, quitar defectos, 2. Resarcir o subsanar daños, y 3. Variar el rumbo según las necesidades. Cuando se habla de los efectos de la violencia y de lo que requerimos para sobreponernos, en español se usan una variedad de términos y metáforas médicas, mecánicas o textiles subyacentes: reconstruir (algo roto o dañado), sanar, curar o suturar (una enfermedad o una herida), tejer algo desanudado (la trama y la urdimbre) o restituir (el lazo o tejido social), etc. Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, 23.ª ed., (versión 23.3 en línea), acceso el 7 de noviembre de 2020, https://dle.rae.es Aquí quisiera usar una más local, si se quiere, más inmediata, más cercana al proyecto inacabable de enfrentar las heridas de la guerra: remendar lo social es mendar de nuevo los lazos en espíritu de futuro. Una metáfora textil que junta lo desjuntado, que no se queda en la cicatriz/rotura, sino que la lleva consigo, mostrando la evidencia de la costura, el tejido, el hilo (en toda la obviedad del término «remendar») y la artesanía del afecto que implica un remiendo que no se queda en ese momento, sino que fragua implícitamente un cambio de rumbo, un nuevo destino y porvenir.


15 Este texto es parte de una etnografía mucho más amplia de las socialidades que emergen en escenarios de transiciones políticas en diversos contextos nacionales, y los conceptos y prácticas que les son centrales, particularmente en Perú, Colombia, Sudáfrica y, en menor medida, México.


16 Aquí, la palabra «sensible» aunada a «habitar» la uso como metáfora de una textura que reacciona ante un estímulo, como una película fotosensible, Erik Shouse, «Feeling, Emotion Affect», M/C Journal 8, n.º 6 (2005), https://doi.org/10.5204/mcj.2443 La película es afectada por el «contacto» con los rayos de luz (un tipo de datos o de información), de tal manera que la imagen fotográfica (o el sonido, cuando hablamos de la escucha) es producto de esta «sensibilidad». Así operan con sus diferencias los demás sentidos. La sensibilidad nos permite hablar de la idea del sentir el mundo: la piel, por ejemplo, constituye una película sensible a cierto tipo de información háptica, Ashley Montagu, Touching: The Human Significance of the Skin (New York: Harper, 1986). Asimismo, el ejercicio de la «indagación» antropológica sobre los paisajes existenciales que produce la guerra es en el fondo una compleja red de formas de codificación de lo sensible (o «particiones», como dijera Jacques Rancière) Jacques Rancière, El reparto de los sensible (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2014). «Sensibilidad» implica la artesanía de los «sentidos», un conglomerado de datos donde «sentir» (evocada por la palabra «sentido» es sus diversas estratigrafías) y «significar» coexisten en tensión: habitar el mundo desde esta tensión es lo que llamo epistemologías del dolor. El proceso etnográfico es una poética de los «sentidos», un acto creativo y político en el que se trabaja con otros y no sobre otros, Juhani Pallasmaa, Habitar (Madrid: Editorial Gustavo Gili, 2016).


17 El término «localizar», emparentado con la discusión de Derrida sobre el poder arcóntico del archivo, «hace referencia a toda una serie de operaciones conceptuales y políticas por medio de las cuales el pasado se autoriza, se domicializa —en coordenadas espaciales y temporales—, se consigna, se codifica y se nombra el pasado en cuanto tal. Este ejercicio [de localizar] es análogo a la producción de un mapa», Jacques Derrida, Espectros de Marx (Madrid: Editorial Trotta, 1997).


18 Pierre Clastres, La Sociedad contra el Estado (Barcelona: Gedisa, 1978).


19 Agradecimientos a los miembros de la Agenda, Amaury Padilla, Gustavo Balanta (q.e.p.d.), Zoraida Castillo, Ever de la Rosa y Margarita Zethelius por su generosidad, https://www.agendacaribe.org/


20 Sigo evocando el término Das Unheimliche en el sentido que yuxtapone, según la etimología que Freud traza, la alteridad radical y la familiaridad. Donde lo otro y lo mismo constituyen una suerte de ambivalencia, de paradoja mutuamente constituyente. Siniestro es la traducción al español, palabra que tiene un contenido asociado a lo terrorífico. Yo prefiero resaltar la paradoja, lo extrañamente familiar o lo familiarmente extraño, Sigmund Freud, «Lo Sinestro», en Obras Completas, vol. XVII (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1976 [1919]); Bernhard Wandelfels, «La pregunta por lo Extraño», Logos: Anales del Seminario de Metafísica 32 (1998): 85-98.


21 En su tejido, en sus tramas y urdimbres se escribe la historia cósmica de la tejedora y del tejedor.


22 Un gran sistema urbanístico espacio-arquitectónico sagrado construido por sus lejanos antepasados Tayronas.


23 «Para los arhuacos es a través del kunsamu (la historia de raíz) que se logra esa conexión con los antepasados. Kunsamu es la raíz del árbol que se hereda para poder atravesar el tejido social de generación en generación. Para alimentar la raíz que nos conecta con nuestros antepasados y por consiguiente también con futuras generaciones. Creo que alguien como Nelson Mandela tenía esta conexión más que clara en su cuerpo, en su ser. [...] Los Kogi, como el mamo Zalabata en esa finca, también tienen esa noción de trascender para conectarse con los antepasados, precisamente a través de la raíz, no «kun», sino «shi» que significa hilo. Es decir, se reconoce y se les paga a los antepasados con «shi-bulama» (lo traducen como historia), que como el consumo de los arhuacos tiene raíz, el shi (hilo) que nos permite caminar a través del pensamiento y conectarnos, como lo hiciste con el hilo de algodón que sostuviste entre tus manos para depositar tus pensamientos cuando te estabas conectando a ese sitio a través del pagamento. La sensibilidad de la que hablas al reconocer el árbol doliente es sin duda hacer shibulama, hacer historia [...]». Intercambio personal con la antropóloga María del Rosario Ferro (noviembre del 2017).


24 David George Haskell, Las canciones de los árboles (Madrid: Teorema, 2017); Peter Wohlleben, La vida secreta de los árboles (Barcelona: Ediciones Obelisco, 2017).


25 La noción del «río» como «sujeto de derecho» puede consultarse en el caso del río Atrato en el Chocó, República de Colombia, Corte Constitucional, Sala Sexta de Revisión. Sentencia T-622 de 2016, magistrado ponente Jorge Iván Palacio Palacio. También, una visión ampliada de la noción de «territorio indígena» o «territorio sagrado» que emerge a raíz de la consulta a comunidades indígenas de la Sierra Nevada puede consultarse Republica de Colombia, Corte Constitucional, T-849/14. Alrededor de la Amazonía, República de Colombia, Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, STC 4360 de 2018, magistrado ponente Luis Armando Tolosa Villanova.


26 Andrew Mathews, «Ghostly Forms and Forest Histories», in Arts of Leaving in a Damaged Planet, ed. by Tsing, Ana, Heather Swanson, Elaine Gan y Nils Bubandt (Minneapolis and London: University of Minnesota Press, 2017).


27 La idea de los árboles o las plantas habitadas por espíritus es un tema transversal para diversas sociedades. Mia Couto, escritor mozambicano, ha escrito en Under the Frangipani (1996) un bello relato de los efectos de la violencia desde la visión de un muerto conmemorable que vive en un arbusto de Plumeria.


28 Wade Davis, Los guardianes de la sabiduría ancestral (Medellín: Sílaba, 2015).


29 Teresa de Jesús, Obras Completas (Burgos: Editorial Monte Carmelo, 2004).


30 Davi Kopenawa, The Falling Sky: Words of a Yanomami Shaman (Cambridge: Harvard University Press, 2013), 401.


31 Davis, Los guardianes


32 Asociación de Capitanes y Autoridades Tradicionales Indígenas del Río Pirá Paraná, ACAIPI, El Territorio de los Jaguares de Yuruparí, Hee Yaia Godo Bakari (Bogotá: ACAIPI, Gaia Amazonas, 2015).


33 Jean Langdon, La negociación de lo oculto: chamanismo, medicina y familia entre los siona del bajo Putumayo (Popayán: Universidad del Cauca, 2014).


34 Eduardo Kohn, How Forest Think (Berkeley and London: University of California Press, 2013).



Referencias


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