Ciencia Nueva. Revista de Historia y Política | e-ISSN 2539 - 2662

Vol. 4 Núm. 2 | Julio - Diciembre de 2020 - Pereira, Colombia





DOSSIER

DOI: https://doi.org/10.22517/25392662.24462 - pp 194-199



«NARRO CON IMÁGENES LA TRAGEDIA DE MI PAÍS» JESÚS ABAD COLORADO*


«I TELL THE TRAGEDY OF MY COUNTRY WITH IMAGES» JESÚS ABAD COLORADO




Recibido: 30 de junio de 2020.

Revisado: 28 de septiembre de 2020.

Aceptado: 26 de octubre de 2020.

Publicado: 31 de diciembre de 2020.


Bajo el pretexto de conocer un poco la experiencia del periodista Jesús Abad Colorado en el grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, CNRR, tuve la oportunidad de conversar con él, en Bogotá en 2010. En ese momento hacía mi tesis doctoral y los trabajos con la memoria comenzaban a ganar reconocimiento y protagonismo. Este «narrador con imágenes» ha recreado la geografía de nuestra guerra, los rostros de la tragedia, pero también las esperanzas nacionales.

La conversación que sostuvimos por espacio de dos horas fue editada para facilitar su lectura y convertida en un breve relato, conservando la fidelidad de lo dicho.

Aunque nos separan casi diez años de ese momento, Jesús Abad me ha autorizado para circular lo conversado-narrado, por el valor que revisten sus valoraciones y apreciaciones en las circunstancias actuales del país.


«El dolor marca mi oficio»

No he sido del mundo académico. Soy formado en comunicación social y periodismo y eso me llevó a conocer un poco el país, «tristemente desde la violencia», como nos correspondió a la mayoría. Aquí aprendimos los nombres de los municipios y de los corregimientos por hechos de violencia, sabemos de Mapiripán, de Tamborales y de Bojayá por lo que allí sucedió trágicamente. Aunque de nuestra geografía podemos «hacer poesía» y «hacer canto», la verdad es que sabemos de ella desde la tragedia, no desde esas figuras épicas que hay en nuestras comunidades, todo lo contrario. El periodismo me condujo por lugares de tragedia. Mientras trabajaba en prensa, siempre me pregunté: ¿Y dónde está la academia?, ¿dónde está la gente que piensa este país?, ¿dónde está la institucionalidad? A comienzos de los noventa, siendo estudiante intentando responder a esas preguntas, me interesó «contar» lo que le sucede a la gente. Es allí cuando me doy cuenta de que mi objetivo es «narrar con la imagen», llevar a que «los demás sientan lo que yo estoy viendo», lo que me está expresando el rostro, en unos casos por su ternura, en muchos otros por dolor.

En este país, uno como periodista sale de la universidad a documentar la violencia, en muchos casos, porque hay una «marca», una historia familiar de dolor. Es mi caso, de alguna manera. Desde los años cincuenta uno creció en medio de «narrativas de ausencias», de una «cotidianidad del dolor». Ambas son alimentadas por la formación religiosa de mi madre, novicia y maestra; y por un padre campesino, de estirpe liberal, que tuvo que huir de la tierra porque le asesinaron a sus padres y a dos hermanos. Pero en medio del dolor, no se escuchó hablar nunca de «venganza» en mi casa. Nunca se habló del odio. Siempre hubo una reflexión, como diría Susan Sontag «ante el dolor de los demás», porque era el dolor de mi padre y de mis tíos. Eso marca en la universidad, marca ahora que hago parte del grupo de Memoria Histórica. Esa «cotidianidad acumulada» hace que uno tenga una mirada de respeto, comprensión y reflexión frente a lo que les pasa a millones de personas, ante la mirada cómplice de verdugos, clases políticas, incluso de la academia.

Siendo estudiante, me encuentro de frente con el exterminio de la Unión Patriótica. Mi iniciación al periodismo coincide «tristemente» con la eliminación de la oposición política y la expropiación de sus tierras. De manera que documento y reflexiono, pero también «sensibilizo la mirada» frente a cómo la gente subsiste y resiste. Desde aquel entonces, hasta hoy, sostengo que el registro fotográfico no es solamente para ser utilizado en función de un periódico; por lo que, al iniciarme en el periodismo, me acostumbré a cargar una cámara adicional. Recuperaba un registro para el periódico, pero también buscaba que mis imágenes fueran parte de una memoria colectiva duradera. Evitaba banalizar la vida y el dolor, porque una fotografía tras otra termina por banalizar la tragedia. En 1991, comienzo entonces a hacer de la fotografía «mi forma de hablar», y lo primero que hago es contar sobre los muchachos de Medellín. La exposición se llamó «El color de las comunas de Medellín». El país asistía a una coyuntura en la cual el término «comuna», aunque todo estuviera dividido en comunas ricas y pobres, era visto como algo perverso. «Comuna» era, para muchos, sinónimo de «sicarios». Sin embargo, voy en contravía, realizo una recopilación de la vida y la alegría de sus gentes, de las formas organizativas de los jóvenes y de los movimientos culturales. Mi interés es narrar una historia distinta de la ciudad, especialmente aquella que están contando los medios de comunicación, la de las «bombas», la de las «milicias», la de los «narcos».

De la experiencia de Medellín salgo para conocer un poco más qué está pasando con los campesinos, con sus tierras. Entre el 2001 y el 2008 me dedico a «documentar» Bojayá, San José de Apartadó, las mingas indígenas, las desmovilizaciones de los paramilitares en el Catatumbo o en el Valle del Cauca, el Chocó, el Magdalena Medio y Córdoba. Siempre iba con un objetivo, «tener un registro histórico de lo que estaba sucediendo», un «documento espejo» que mostrara al país lo que pasaba. Ese registro adicional, fue el que permitió que hiciera varias exposiciones fotográficas, que en el fondo siempre han sido una «resistencia contra el olvido». Así, en el 2001, el Museo de Antioquía, al que llaman «Museo Botero», me llama para que expongamos parte de mi trabajo. La exposición, que estaba programada para un mes, se prolonga durante nueve meses. Poco a poco, comienza a llamarse «Contra el olvido», y creo que hasta el día de hoy se sigue llamando así. Esa exposición refleja cuán importante es que la imagen de un país en guerra se tome los museos. Eso es lo que se le reclama hoy a los espacios museográficos o de exposición, ¿dónde está el país? Es cierto, recordamos a Gaitán, pero las preguntas son: ¿qué sabemos de Putumayo?, ¿qué conocemos de Urabá?, ¿qué nos dice Norte de Santander?, ¿qué pasa en las zonas de frontera? Pero eso sí, aunque la imagen es potente, tampoco me gusta colocarla por encima de la palabra. Son dos cosas fundamentales dentro de un mismo proceso. Son dos narrativas que se cruzan. La imagen como documento sensibiliza más aún en un país con poca lectura, una imagen pedagogiza, pero también lo hace la palabra.

«Narrar con imágenes, hacer de la fotografía mi forma de hablar», es lo que sigo haciendo hasta el día de hoy. Es lo que hago incluso ahora que estoy con el grupo de Memoria Histórica. Lo que sigo haciendo, desde esa primera experiencia en Medellín hasta ahora, es darle nombre y rostro a la memoria y a la historia de este país. ¿Cómo lo hago? La respuesta es sencilla, «con imágenes de rostros a los que he mirado a los ojos y solicitado permiso antes de registrarlos». Y aunque por esos avatares del oficio conocí a Carlos Castaño y a muchos comandantes de frente guerrilleros, siempre en mis fotos aparecen campesinos, niños y niñas, soldados y combatientes. En mi ejercicio periodístico he tratado, además de «quedarme más», ser solidario con la gente. No llegar y salir, creo que por eso al final me retiré de la prensa y he seguido el camino un poco solitario. Los tiempos allí son frenéticos. Documentar la guerra es frenético. Un día documentar una reunión del ELN con el Gobierno en las montañas de San Francisco (Antioquia) y, a los ocho días, registrar que la misma guerrilla dinamita un oleoducto en Machuca y hay decenas de muertos. Exactamente, ocho días después, documentar una masacre paramilitar.


«No es solo cuestión de documentar la tragedia, hay que sensibilizar la mirada»

La gente muchas veces me pregunta: ¿Y dónde estuviste hoy? ¿Qué has documentado? Como si mi objetivo cada mes fuera documentar una tragedia, al igual que se hace con una fiesta o un partido de fútbol. Tengo claro que como testigo de la guerra tengo una responsabilidad histórica, «dar testimonio» con la imagen. Sin embargo, siempre digo que mi trabajo es «sensibilizar», antes que «documentar»; tampoco «conmover» o «asombrar». Es más bien «provocar» la reflexión frente a una exposición fotográfica o una charla mía. Pero, para sensibilizar, hay que «afinar la mirada». Siempre insisto en la importancia de mirar a los ojos cuando se va en busca de una imagen. Sea una víctima indígena, una mujer, un hombre afro, un combatiente o un soldado. Es parte de mi acumulado familiar hacer sentir, a los que me escuchan o ven mis exposiciones, lo que les está pasando a otras personas en la guerra. Porque en el fondo, lo que veo en esos rostros es lo que les pasó a mis abuelos, les sucedió a mis padres, es lo que le sucede al país desde hace tiempo. En mi trabajo trato de no juzgar, busco descubrir a un ser humano, presentarlo como tal. Cada imagen recuerda a Aniceto, a Carmelina, a Ubertina. Al levantar la cámara busco «impregnar» la sensibilidad en la que fui formado. Por eso cuando la gente común me pregunta: ¿De qué lado está usted? Siempre respondo: «Del lado donde está mi corazón». Porque he aprendido a ver incluso con el ojo izquierdo que está más cercano al corazón. Más que documentar es trabajar desde los afectos.


«Ante un espejo roto»

Mi labor es confrontar al público «ante un espejo del país, ante un espejo roto, el espejo de la violencia». Este espejo narra nuestra historia, la de muchos lugares y rostros. Convoca a intelectuales diversos, a los universitarios, a los profesionales de todas las estirpes. Incluso, ha llegado a confrontar a un grupo de psicoanalistas, a los que les pregunté una vez: ¿El enfermo soy yo o es el país? Pero no ha sido fácil de confrontar. Siguen existiendo deseos de ocultamiento de los hechos. Hoy es más peligroso registrar y acceder a las zonas de guerra, la «lumpenización» de todos los actores armados hace que el periodista sea visto como «sospechoso» y su labor resulta peligrosa. Por la misma lógica del conflicto, se ha perdido la memoria visual de muchas parcelas de nuestra guerra. Aunque esta labor de memoria histórica está ayudando de alguna forma a recuperarla, en otro registro, en otro momento.


«Si la gente está ocupada, me ocupo "con" ellos. Eso fue lo que hice en Trujillo»

A las comunidades no voy con el ánimo de un investigador, a que la gente de buenas a primeras narre su historia. Comparto con la gente, me tomo mi tiempo, ellos se toman su tiempo conmigo. Les cuento lo que hago, ellos no tienen por qué saber quién soy yo. Si la gente está ocupada, me ocupo con ellos, muelo el maíz para las arepas, ayudo con el café. Se trata de tener paciencia, caminar a su ritmo. Esto fue lo que hice en Trujillo, cuando llegué por primera vez adonde Trinidad, una señora que estaba moliendo el café. La gente siente mucho gusto cuando llegas a su casa, compartes con ellos, te brindan una hamaca para dormir o te dan de comer.

Te digo esto, porque realmente Trujillo me enseño el valor de la «paciencia». Esperar para hablar con la gente, así sea unos minutos. A que alguien dentro de la comunidad me diga «hoy no puedo hablarle más, pero vuelvo en quince días… si quiere quédese un día más y hable con otra gente». Trujillo me enseñó que la memoria es una cuestión comunitaria, que existen personas que pese al dolor acumulado hacen de la palabra un acto de «reivindicación por la vida». Es más, creo que, para el ejercicio de reconstrucción de la memoria en este país, Trujillo es una verdadera escuela. Ellos tienen que enseñarnos mucho, en términos de resistencia. Obviamente, San José de Apartadó lo ha sido también, pero es una comunidad más hermética, precisamente por la crudeza de la guerra, los señalamientos desde el Estado y la estigmatización desde los medios de comunicación. Estoy convencido de que «ante el dolor de los demás, ante el dolor de esas abuelas, de esas matriarcas» que conocí en Trujillo, el recurso es aprender, es respetar los tiempos, es «descalzarse, es librarse de ropajes».


«Hacer de la fotografía una herramienta sencilla de comunicación»

Ya desde la universidad, procuré no estudiar solo la teoría de la fotografía para entender la iluminación y la composición. Busqué, ante todo, que la fotografía fuera una herramienta sencilla de comunicación. La pregunta fue una y otra vez ¿qué voy a narrar con la fotografía? La respuesta estuvo en Trujillo, «voy a narrar la dignidad y la fortaleza de María del Carmen, de Esther, de Josefina, de Evangelina, de todas esas matriarcas con sus ausencias, sus pérdidas, sus reparaciones inconclusas». Mis fotografías más que espectaculares, son una herramienta para contar historias, retratar el dolor, condensar la esperanza. Pero, además, cada fotografía se convierte en un dispositivo contra el olvido, incluso, para que si ahora no hay justicia en un futuro pueda haberla. Pero no se trata solo de narrar, sino también de «devolver» lo que se tomó. Por eso mi tarea ha sido retornar a Trujillo a dejar las fotografías. Con ello regreso algo. De ahí que la tarea de reconstrucción de la memoria no quede solo en «extraer» saberes y dolores, sino también en «retornar». Incluso, en el retorno se abre una nueva historia, se abren nuevos afectos. Eso me ha pasado con señoras de Trujillo, de Montes de María, de Antioquia. Es cierto que hemos salido de las comunidades luego de entregar los informes o las fotografías, pero la historia de ellas, de muchos de sus habitantes, sigue con nosotros. Los afectos se extienden. La gente no solo espera salir en un libro, sino que además anhela seguir en contacto.


Lo que hago es compartir «mis formas de ver»

En mi trabajo trato de compartir con otros «mis formas de ver». Trato de revelar algunas claves sobre cómo leo en los rostros, cómo identifico en los cuerpos de la gente y en las paredes de los caseríos, las huellas de esta guerra. Enseño la importancia de mapear un lugar, enfocar la mirada, rastrear un indicio. Enseño que un grafiti, un casquillo de bala, una casa abandonada, unos platos rotos pueden decir mucho de la fractura histórica de la nación. Enfatizo en la importancia del mirar. No mirar desde arriba ni desde abajo, sino en forma horizontal. Este es un país donde nos enseñaron a ver de manera sumisa, a bajar la mirada frente al poder. En el trabajo de investigación eso tiende a replicarse. Tendemos a ser superiores a los otros; por eso, cuando estoy frente a una persona la miro a los ojos.

De otra parte, la guerra me ha llevado a entender que la gente sigue temiendo por sus vidas y eso es importante hacerlo notar con otros investigadores. Cuando llegamos, invadimos sus espacios y luego nos vamos. Pero el temor por los victimarios sigue latente luego de irnos. Es ahí, cuando es importante decir: «Así como la gente nos cuida y nos rodea, debemos cuidarlos a ellos». Esto es algo que he conservado desde que estuve trabajando en prensa, «una noticia no es más importante que la vida de una comunidad o la vida de un ser humano». Pero más allá de enseñar, creo que se trata de seguir multiplicando lo que hacemos muchos desde el oficio, desde la academia, desde las comunidades. Es posible que ante los expertos aparezca como una especie de «palabrero», porque a través de una historia sencilla, hablo de la guerra, cuento siempre historias de la gente. Pero estoy convencido de que es la mejor forma de transmitir las circunstancias, las carencias, las tragedias y los afectos de las comunidades.




* Este documento respeta las directrices y normas dispuestas en la Declaración de Ética de Publicación de Ciencia Nueva, Revista de Historia y Política. Esta declaración puede consultarse en la página web de la revista: http://revistas.utp.edu.co/index.php/historia


** Sociólogo y magíster en Filosofía de la Universidad del Valle y doctor en Investigación en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO. Profesor titular del departamento de sociología de la Pontificia Universidad Javeriana.