Ciencia Nueva. Revista de Historia y Política | e-ISSN 2539 - 2662

Vol. 4 Núm. 2 | Julio - Diciembre de 2020 - Pereira, Colombia





ANALES Y MEMORIAS DEL CENTRO-OCCIDENTE COLOMBIANO

DOI: https://doi.org/10.22517/25392662.24483 - pp 25-45



DISCURSO EN LA SESIÓN SOLEMNE DEL CONCEJO MUNICIPAL DE PEREIRA CON MOTIVO DE LA CONMEMORACIÓN DE LOS 157 AÑOS DE FUNDACIÓN DE LA CIUDAD*


SPEECH AT MUNICIPAL COUNCIL OF PEREIRA SOLEMN SESSION ON THE OCCASION OF THE COMMEMORATION OF 157 YEARS OF THE FOUNDING OF THE CITY




Recibido: 19 de septiembre de 2020.

Aceptado: 21 de diciembre de 2020.

Publicado: 31 de diciembre de 2020.


31 de diciembre de 2020.


Buenas tardes a todas y todos los presentes.

Un respetuoso saludo al alcalde de la ciudad, Carlos Alberto Maya López y los secretarios de despacho; a la mesa directiva del Concejo de la ciudad, en cabeza de su presidente, Pablo Giordanelli Delgado; a Nancy Stella Henao Ruiz, primer vicepresidente; a Rodolfo José Martínez, segundo vicepresidente, y a los demás concejales que integran esta importante corporación pública. Un saludo cordial a las demás personas aquí presentes. .

Agradezco el espacio que me han abierto para poder compartirles mis inquietudes respecto a la función social de la historia.

Nos encontramos acá reunidos para conmemorar una fecha más de la fundación de Pereira, o si se quiere, para exaltar la memoria de los fundadores de la ciudad. Por lo tanto, no cabe duda que esta es una fecha de un profundo sentido histórico.

Es claro que cuando se realizan este tipo de actos se busca perpetuar de manera ritual y simbólica esos nexos históricos entre pasado y presente. Tal vez, queremos que nos vuelvan a contar con riguroso detalle quiénes fueron los primeros pobladores, y cuáles fueron los motivos de dicha fundación, en este mismo sitio donde siglos atrás el mariscal Jorge Robledo había fundado la ciudad de San Jorge de Cartago.

De este modo, la historia como disciplina y el mismo relato histórico se convierten en instrumentos formales de una tradición que busca darle cimientos más fuertes y arraigados a lo que el historiador Benedict Anderson denomina comunidad imaginada, y para ello necesita fijar y referirse ritualmente sobre una serie de mitos fundacionales. Es así como la historia compartida se reactualiza en el presente y se proyecta en un futuro, en el que se depositan las expectativas comunes. Palabras más, palabras menos, acá estaríamos reeditando un capítulo más del compromiso que las generaciones del presente asumen para seguir haciendo grande la ciudad en el futuro y continuar con la obra que nos legaron los fundadores, manteniendo intacto «el fuego sagrado» de la tradición y el celo cívico por los asuntos de la ciudad. Además, los mitos fundacionales son un elemento integrador poderoso de las comunidades políticas, que se supone que también poseen unos fuertes lazos ancestrales. En este sentido, «la comunidad es —ante todo— una "creación histórica", es una apuesta contra la inexorabilidad de la muerte, que convierte el "azar" en destino», como muy bien nos lo indica Benedict Anderson.

Yo me pregunto, en este espacio solemne, ¿qué creemos que nos puede enseñar la historia o qué esperamos que nos enseñe la historia? ¿Acaso esperamos que nos cuenten una historia en la que se evoque el pasado a través de un relato épico, narrado en tonos cívicos exaltados? En realidad, no vengo a contarles una historia de cómo la aldea se convirtió en pueblo, sino que vengo a proponerles que por un breve momento repensemos el sentido de la historia de la ciudad y sobre la forma en que nos ha sido contada. Me apoyo en el historiador Jorge Orlando Melo, quien propone que estas conmemoraciones deben servir, ante todo, para pensar. De lo contrario, estaríamos cayendo en un ejercicio repetitivo de esas historias de bronce, que hoy son puestas en cuestión desde muchos sectores académicos, ya que en vez de procurar explicar la sociedad de manera crítica siguen recabando en esa vieja pretensión moralizante y nostálgica con que algunas personas les gusta mirar el pasado. Melo dice que las celebraciones de este tipo se concentran en un espectáculo y en una sucesión de eventos públicos e inauguraciones para promover ideas sobre el país o los adelantos de una ciudad que le interesan sobre todo a los gobernantes de turno. Pero recalca que esta también podría ser una buena ocasión para pensar sobre nuestra historia, sobre identidades culturales, sobre la conservación de la memoria y conservación de archivos y, sobre todo, sobre los retos de la enseñanza y de nuestro sistema educativo, así como en las políticas públicas culturales. Todo esto en una época que algunos consideran como ahistórica, en una sociedad absorbida en el consumo, en la polarización política, en el inmediatismo, y para la cual el pasado no es en sí mismo importante.

No pretendo caer en esos lugares comunes que dicen que «aquellos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo», o incluso aquella frase que dice que «todo tiempo pasado fue mejor».

Lo cierto es que le hemos conferido a la historia, o de manera más precisa al saber histórico, la responsabilidad de configurar una personalidad e identidad colectiva, ya se trate de un demos «democrático» o un demos «cívico». Y en esa misma medida, se escucha decir mucho que la gente perdió el sentido de identidad y pertenencia. O más grave aún, como pasa en nuestra ciudad, que la gente perdió el civismo, como si se tratara de una mutación genética, en el que los ciudadanos del presente carecen de unas cualidades y unas virtudes que sí tuvieron de manera muy arraigada y desinteresada las personas en el pasado. Y de ahí entonces la necesidad de «recuperar» las tradiciones y los valores del pasado cívico, como si se pudiera echar marcha atrás en el tiempo.

Pero debemos tener claro que el ciudadano no nace, sino que se hace. Y que la identidad ciudadana, esa que exalta el sentido de la responsabilidad cívica de los habitantes con los destinos de la ciudad, con su celo por los asuntos públicos de la ciudad, es una construcción intersubjetiva, que debe retroalimentarse permanentemente, porque si no, se diluye y pierde cohesión, es decir, se afecta el tejido social. Y también debe repensarse y ser más incluyente, para superar una serie de vacíos que quedaron en las historias oficiales y así más sujetos sociales ingresen a la historia.

Aceptemos que las celebraciones, las leyendas, los mitos y las historias compartidas contribuyen tanto a preservar como a renovar la idea de identidad. Pero qué hacer en el caso nuestro en que la historia no se enseña ni ejemplar ni metódicamente en las escuelas, donde las generaciones jóvenes desconocen esos puntos de referencia con el pasado en el que se entrelazan las memorias colectivas. Esta es una época en que los políticos, los intelectuales y hasta los mismos periodistas muestran una carencia profunda de conocimiento tanto de la historia nacional como de la historia local. Vivimos en una especie de presentismo. Como diría el historiador Eric Hobsbawm, en su libro Historia del siglo XX: «En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven».

Considero que, para entender bien una sociedad, hay que conocer su pasado. Pero urge igualmente renovar los contenidos y las formas de enseñar el pasado entre las nuevas generaciones. Esta es una tarea educativa y cultural, de profundas implicaciones políticas. No sobra decir que más allá de querer mostrar el pasado como una especie de arcadia feliz, hay que contribuir a fomentar un pensamiento histórico crítico contextualizado, para evitar caer en anacronismos, que les permita a las personas entenderse como sujetos sociales dentro de una sociedad y un país en medio de acelerados procesos de modernización, que conllevan, al parecer inevitablemente, una serie de inequidades y exclusiones históricas que quizás aún no se han subsanado en el presente. Tal vez de este modo, los jóvenes que se forman en las instituciones de educación básica primaria y secundaria, en la educación superior y en otros institutos técnicos logren comprender que ellos, a través de su historia, no solo la de renombrados héroes, sino la de su familia, el barrio, o sus historias de continuos desplazamientos, ocupan un lugar en el marco de la gran historia local o nacional.

Permítanme hacer una digresión respetuosa acerca de una tarjeta de invitación que ha llegado a muchas casas de la ciudad de Pereira, en la que el señor alcalde invita a vivir, a partir de este 30 de agosto, una nueva historia de la ciudad de Pereira, todo esto con motivo de la inauguración de la nueva terminal de pasajeros del Aeropuerto Internacional Matecaña. Me pregunto si esto que se anuncia con bombos y platillos puede cambiar de la noche a la mañana la historia de la ciudad. ¿Ahora solo debemos mirar hacia adelante, hacia la línea infinita y del progreso y no mirar más atrás? ¿Y qué pasa, entonces, con la historia de progreso de décadas anteriores? ¿Acaso la llegada del tren o la puesta en marcha del tranvía no fueron motivo de orgullo para generaciones anteriores, pero que hoy han caído prácticamente en el olvido? ¿Son las grandes obras de infraestructura y tecnología las que determinan los ciclos históricos en desmedro de los pequeños esfuerzos que hacen todos sus habitantes a diario? No podemos ser insensibles a nivel social y desconocer que esta gran obra de progreso con la que se busca ratificar que Pereira es la autodenominada «capital del Eje», ha costado el dolor de personas que han visto venir sus casas abajo, o que dentro de poco se deben desarraigar del barrio en el que han crecido muchas familias en condiciones muy humildes y que se han visto obligadas a desplazarse porque la máquina del progreso les ha pasado por encima. ¿En estas condiciones es que vamos a generar la nueva historia y los nuevos mecanismos de identidad, sentido de pertenencia y responsabilidad cívica ciudadana? No está de más recordar también a quienes han sido las víctimas del progreso.

Como se ve, hay una serie de dilemas e inquietudes en la forma como pretendemos evocar el pasado. Queremos fijar a través de un relato heroico o romántico una historia fija, una historia que no cambia. Pero la ciudadanía y las identidades heredadas sí cambian.

Ustedes saben, como representantes políticos elegidos mediante voto popular, que estamos en una época de crisis de la política, en la que los electorados son más cautivos, que no es tan fácil alinderarlos bajo el rótulo mayoritario de un partido político, que la ciudadanía se dispersa y que hemos pasado de las viejas lealtades políticas de los años 40 y 50 del siglo xx a que los ciudadanos hagan un uso selectivo en su relación con los actores políticos. Hoy muchos sectores de la ciudadanía ven la política como algo ajeno o la ven como algo muy instrumental, y solo se dirigen hacia el sistema político en búsqueda de soluciones concretas e inmediatas.

Muchos discursos políticos que se escuchan en la ciudad, sobre todo los que pretenden basarse en referencias históricas de un pasado glorioso del civismo, resultan abstractos y desconocidas para la gente del común (en parte porque desconocen esa historia). No sobra señalar que Pereira es una ciudad cuyos conglomerados urbanos se han formado a través de capas sucesivas de migrantes, que tienen sus raíces en otras regiones del país. Y, por eso mismo, no resulta fácil rendir culto a los fundadores o a las gestas cívicas que permitieron que Pereira pasara de ser una aldea semirrural a una ciudad moderna, durante buena parte del siglo XX. Sin contar también la historia de esa otra Pereira, la de sus pobladores populares venidos de muchos otros lugares del país en oleadas sucesivas de inmigrantes que llegaron a la ciudad durante la segunda mitad del siglo XX , y sin contar la historia de los barrios, de los vendedores ambulantes, de la gente que luchó por su derecho a la ciudad, incluso trasgrediendo la ley y enfrentando las autoridades, o aliándose con organizaciones de izquierda, con urbanizadores piratas o con grandes caciques políticos de los dos partidos más tradicionales del siglo pasado, para poder ser reconocidos como ciudadanos y acceder a una vivienda y a una serie de servicios públicos de los cuales carecían a su llegada a la ciudad.

Tal vez por eso los arraigos de los ciudadanos de a pie son de otra naturaleza o se mueven por otros intereses, y no se sienten reconocidos en esa historia de gestas cívicas que encabezaron los miembros de la élite de la ciudad en décadas pasadas. Se podría decir, como asegura el sociólogo Norbert Lechner, que la ciudadanía descree de la política y cree más en la administración. Es decir, se reproduce el viejo dicho del General Rafael Reyes de «menos política y más administración», como fórmula para superar los sectarismos políticos y la postración moral en la que había quedado sumido el país tras la guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá. Esto suena interesante, práctico e incluso hasta pertinente. Sin embargo, tiene unos costos respecto a la política (o lo político) como medio aglutinador de generar la legitimidad de un sistema político. Y porque definitivamente una ciudad no se puede manejar como quien determina los destinos de una empresa privada, que solo piensa en rentabilidad y desconoce el carácter público, polémico y conflictivo de una polis en ebullición y permanente renovación.

También hay otras expresiones y formas de participación ciudadanas que no se tramitan a través de los canales de la política institucionalizada, sino a través de la acción colectiva de los propios ciudadanos. Podríamos hablar de cacerolazos, marchas estudiantiles, plantones colectivos de ciudadanos que protestan por otro tipo de identidades e intereses que los vincula más, como son el rechazo a un peaje, a que se talen bosques para construir nuevos conjuntos residenciales, o que también se refieren a la reclamación de derechos o a protestar contra la estigmatización, como es el caso de las nuevas identidades culturales de género, LGTBI, animalistas, canabicas, etc.

Es en este sentido que hay que apostar por otros modelos de ciudadanía y otras narrativas de ciudad, y es ahí donde se hace necesaria una historia más plural y diversa, que contribuya a formar individuos cuyos juicios sean más libres y que no miren el pasado ni el presente de manera ingenua. Así estaríamos dando paso a la formación de esas ciudadanías críticas y participativas que tanto reclaman las autoridades públicas, los líderes cívicos de la ciudad y las organizaciones de la sociedad civil.

No podemos seguir aferrados a la vieja idea de la ciudad prodigio o de la capital cívica, cuando Pereira expresa una cantidad de problemáticas políticas, económicas y sociales que son muy parecidas a las de cualquier ciudad de Colombia que creció acelerada y desordenadamente durante el siglo XX.

Cito al sociólogo pereirano y profesor de la UTP, Oscar Arango, quien se preguntaba: ¿Cómo hablar de civismo en ciudades con tan altas tasas de abstención electoral? Desde el punto de vista del análisis teórico y empírico eso no casa, no hacen pareja. Añadía: «Se ha instrumentalizado el pasado cívico para ceder el paso a las formas más explícitas de subordinación». A lo que agrega el profesor Arango que civismo sin plena participación política tampoco encaja.

El gran reto es el fortalecimiento de los procesos de construcción de capital social, con énfasis tanto en la identidad como en la solidaridad y la superación de la inequidad, que permitan renovar bajo nuevos códigos el contrato social y la cohesión social entre los ciudadanos y las instituciones públicas y privadas.

Hay que generar una nueva pedagogía ciudadana que despierte una sensibilidad social ciudadana más empática, que nos ayude a superar la indolencia con la cual miramos de manera despectiva una serie de problemáticas que también tienen sus raíces históricas, como es el caso de las diferentes formas de violencia física y simbólica, la pobreza, la exclusión, la marginalidad, la migración y otras formas de injusticia e impunidad.

El politólogo Robert Putnam ha defendido la idea de que la sustentabilidad de cualquier modelo de desarrollo depende en buena medida de la relación entre política y vida social. ¿Cuál puede ser la relación entre capital social, historia, educación y fortalecimiento de procesos culturales? ¿Cómo podríamos incorporar nuevas formas de explicación y reconocimiento en la interacción entre pasado y presente que nos ayuden a sentirnos partícipes de esta nueva historia que debemos empezar a vivir, a tomar conciencia y sentido de pertenencia de ella?

En este sentido el civismo puede ser un discurso lleno de historias muy nostálgicas o incluso muy vitales acerca del pasado, pero que en los tiempos actuales no logra ser cohesionador ni movilizador. Ya para no cansarlos más, quisiera ir cerrando planteando las siguientes inquietudes:



En cuanto a la enseñanza de la historia y la formación de un pensamiento histórico:



Para finalizar quiero citar a Martha Nussbaum, en su célebre libro Sin fines de lucro o por qué la democracia necesita de las humanidades, cuando nos dice que «La educación del presente no se reduce a la asimilación pasiva de datos (o de normas o valores), sino en el planteo de desafíos para que el intelecto se torne activo y competente, dotado de pensamiento crítico para un mundo complejo». Invito a las autoridades municipales y a todos los estamentos políticos aquí presentes a que no descuidemos los problemas de la enseñanza de la historia y el reconocimiento de una ciudad más diversa que exige nuevos modelos de ciudadanía por elaborar colectivamente, de manera participativa y pedagógica.




* Este documento respeta las directrices y normas dispuestas en la Declaración de Ética de Publicación de Ciencia Nueva, Revista de Historia y Política. Esta declaración puede consultarse en la página web de la revista: http://revistas.utp.edu.co/index.php/historia


** Historiador de la Universidad Nacional de Colombia sede Medellín, especialista en Gestión y Promoción Cultural, magíster en Ciencia Política de la Universidad de Antioquia y doctor en Ciencias de la Educación de la Universidad Tecnológica de Pereira, RUDECOLOMBIA. Docente titular de la Escuela de Ciencias Sociales, director de la Maestría en Historia de la Universidad Tecnológica de Pereira, y codirector del Grupo interinstitucional de investigación UIS-UTP, Políticas, Sociabilidades y Representaciones Histórico-Educativas, PSORHE, clasificado en la categoría A1 ante Colciencias.