Dossier
«Aguas pútridas son saludables». Ambiente y epidemia en el Buenos Aires del siglo XIX
Putrid waters are healthy». Environment and epidemic in 19th century Buenos Aires
Ciencia Nueva, revista de Historia y Política
Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia
ISSN-e: 2539-2662
Periodicidad: Semestral
vol. 6, núm. 1, 2022
Recepción: 25 Diciembre 2021
Aprobación: 22 Abril 2022
Resumen: El presente artículo revisita la epidemia de 1871 que padeció Buenos Aires bajo la luz de la historia de desastres. Se intenta aportar una nueva mirada sobre el fenómeno y reflexionar sobre el presente medioambiental y pandémico. El primer objetivo consiste en caracterizar las condiciones climáticas de la ciudad antes y durante el flagelo patógeno. Luego, analizar las explicaciones que los profesionales otorgaron a las condiciones medioambientales como etiología del mal y las confrontaciones discusivas, políticas, sanitarias y ambientales de lo que en principio se consideró el principal foco de contagio: el putrefacto Riachuelo.
Palabras clave: epidemia, Riachuelo, contaminación, clima, inundación, Buenos Aires.
Abstract: This article revisits the 1871 epidemic that Buenos Aires suffered under the light of the history of disasters. An attempt will be made to provide a new look at the phenomenon and reflect on the environmental and pandemic present. The first objective is to characterize the climatic conditions of the city before and during the pathogenic scourge. Then, analyze the explanations that the professionals gave to the environmental conditions as the etiology of evil, and the discussion confrontations and sanitary-environmental policies that on what was considered, in principle, the main source of contagion was carried out: the rotten Riachuelo.
Keywords: epidemic, Stream, pollution, climate, flood, Buenos Aires.
Introducción
Permítaseme traer, una vez más, al centro de la escena a la terriblemente reinante epidemia de fiebre amarilla que diezmó a la ciudad de Buenos Aires durante el fatídico primer semestre de 1871. Aquella que se propagó rápidamente por ocho de las catorce parroquias, engrosando las muertes diarias de 20 decesos a más de 500 en el mes de abril, computando un saldo mayor a las 13.000 víctimas sobre una población de 180.000 habitantes. Provocó el éxodo masivo de la ciudad, la saturación del precario sistema sanitario, la improvisación de lazaretos, la organización de una comisión popular impulsada por familias distinguidas, campañas de persecución a inmigrantes y la creación de un nuevo cementerio en la Chacarita. Declarada extinta el 21 de junio, la epidemia se recuerda como un punto de inflexión entre la gran aldea y esa nación moderna anhelada1.
La crisis epidémica de 1871 ha promovido una diversidad de estudios históricos, algunos de los cuales se centraron en el papel de determinados actores sociales que hicieron frente al desastre. Estos han enfatizado el proceder del cuerpo médico, pero también el de los curanderos y charlatanes2; el rol de la Iglesia, la institución policial y las comisiones municipales y vecinales3. Otras pesquisas analizaron tanto la representación de la muerte como las prácticas funerarias bajo la tempestad4, su impacto demográfico y la reconfiguración espacial que sufrió la ciudad durante la peste5.
No obstante, pese a la diversidad de estudios en torno a la epidemia, las repercusiones, discusiones y acciones ambientales que el fenómeno desató se han mantenido prácticamente en la penumbra. El clásico, y al tiempo vigente, trabajo de Miguel Ángel Scenna, Cuando murió Buenos Aires, dedicó pasajes al estado sanitario de la ciudad, enfatizando en las carencias de los servicios de aguas corrientes y cloacas; en el hacinamiento y la carencia en la recolección de basura6. Un reciente artículo de Nicolás Rey, valiéndose de herramientas analíticas de la historia ambiental, tensiona la hipótesis dominante respecto de las causas del origen de la enfermedad en Buenos Aires. Para ello, analiza la transnacionalización ultramarina de la patología a partir del anclaje teórico propuesto por Alfred Crosby7.
Desde hace décadas la historia ambiental en América Latina tiene un espacio historiográfico en crecimiento8. La misma se focaliza en las interacciones de la sociedad con su entorno natural: «Es la narrativa de lo que ha sucedido con la humanidad en su contexto geológico, meteorológico y biológico»9. Enrique Leff, en los albores del siglo XXI, intranquilo por el rezago que la Historia presentaba respecto a las cuestiones ambientales, postulaba que la historia ambiental era «la narrativa que emerge de la naturaleza vencida, de una deuda ecológica que ahora se expresa en los saberes subyugados que no han podido decir su sufrimiento como consecuencia del abatimiento de la naturaleza»10.
El presente artículo intenta revisar la terrible epidemia de 1871, a partir de los presupuestos brindados desde la historia ambiental, particularmente la línea temática que propone analizar cómo las sociedades han modificado su ambiente y sus consecuencias, la historia de desastres. Como se ha sostenido, estos últimos «no son solamente naturales sino socionaturales. Es decir, se consideran productos o materialización de los riesgos existentes que, al ser gestionados inadecuadamente, no solo son los detonantes, sino también las condiciones de vulnerabilidad las que incrementan su impacto y ocurrencia»11. Por ello, el desastre «es la expresión más evidente de una convivencia vulnerable entre diversos grupos sociales y su medio pone en evidencia la falta de sostenibilidad ambiental»12.
Es cierto que agudos balances de especialistas enuncian la necesidad de ensanchar lo trágico, elemento característico de la historia ambiental, el cual constituyó una suerte de «constricción historiográfica que no permitía ver otros elementos»13. Pese a ello, consideramos que analizar una coyuntura epidémica, bajo la lente de la historia de desastres puede aportar, por un lado, una nueva mirada sobre un fenómeno ampliamente examinado por la historiografía argentina; por otro, ensayar algunas reflexiones sobre el presente ambiental y pandémico.
Para ello, este trabajo reconsiderará los elementos que la clásica obra Historia y desastre en América Latina subrayó de indispensables:
1) Si el desastre es el resultado de la confluencia entre un fenómeno natural peligroso y un contexto vulnerable, será necesario conocer a profundidad este último; 2) reconocer que los desastres constituyen el resultado de procesos que se convierten en detonadores de situaciones críticas preexistentes en términos sociales, económicos y políticos; 3) si la sociedad no es un ente pasivo en el cual inciden determinados fenómenos naturales peligrosos, es necesario tomar en cuenta dos elementos. Por un lado, las que denominamos estrategias adaptativas, que son aquellas medidas, actitudes, posturas que la sociedad afectada encuentra, adopta y adapta; por otro, la capacidad de recuperación de los diversos sectores o grupos sociales14.
A partir de esas contribuciones y puesta de una metodología cualitativa, el presente escrito tiene como primer objetivo caracterizar las condiciones climáticas y meteorológicas de la ciudad antes y durante el flagelo patógeno. Es decir, profundizar respecto a ese contexto socionatural vulnerable. Reconociendo, por un lado, la implicancia de los fenómenos naturales, y por otro al desastre como un resultado procesual.
El segundo objetivo consiste en analizar una de las consecuencias que el desastre epidémico ha dejado a su paso, y la historiografía explorada poco: el debate que vinculaba las condiciones ambientales con el origen del mal. Para ello, el estudio se focalizará, primero, en las explicaciones etiológicas que los profesionales de la salud asignaron en las condiciones ambientales; luego, se analizará las confrontaciones discusivas entorno a las políticas sanitaria-ambiental que sobre lo que se consideró el principal foco de contagio se llevó a cabo: el putrefacto Riachuelo15.
Para alcanzar los objetivos planteados hemos reunido y analizado una variedad de fuentes producida antes, durante y después de la epidemia (1869-1881). Tal selección persigue el propósito de reconstruir tanto el contexto vulnerable del desastre, esto es, las condiciones para que el mismo se origine y desarrolle, como su impacto y los comportamientos y gestiones desplegados ante él16. El primer censo nacional de población, dos años antes del desastre, nos ofrece un panorama general del escenario a examinar. El mismo se complementó con las memorias de Vicente Quesada (quien se encuentra detrás del seudónimo de Manuel Gálvez) y José Wilde, junto a los estudios de los higienistas Emilio Coni y Guillermo Rawson. Para indagar respecto a las polémicas ambientales que generó la epidemia se utilizaron tesis médicas, folletos, prensa gráfica y documentos oficiales como decretos municipales.
La ciudad y sus « aires modernos». Aspectos socioeconómicos y ambientales previos al desastre.
En 1869 la ciudad de Buenos Aires contaba con un total de 177.987 habitantes, compuesta de 89.661 argentinos y 88.126 extranjeros17. Al ritmo de una locomotora que partía y aceleraba su marcha, se iniciaba el proceso de arribo de inmigrantes europeos, preludio de lo que algunos intelectuales denominaron como Era aluvial18. Proyecto ansiado e impulsado por una elite liberal que concebía a la inmigración europea (particularmente a la de origen anglosajón), un componente clave para el proceso modernizador. El censo nacional es ilustrativo en cuanto a la composición sociodemográfica de la ciudad. De Italia provenía la mayoría de los inmigrantes arribados (44.233), seguidos por los españoles (14.609) y franceses (14.180). Si bien arribaron personas de otras nacionalidades, estas disminuyen considerablemente su número si se las compara con aquellas tres19. En muchos casos, los anhelos de estos inmigrantes, de obtener parcelas de tierras en las zonas agrícolas-ganaderas de la Pampa húmeda, se hicieron añicos frente la concentración de extensos territorios en manos de terratenientes. A partir de tal situación, la ciudad ofrecía una redituable alternativa laboral. El desarrollo de infraestructura, que implicaba obras en el puerto y en el tendido del ferrocarril, junto con el surgimiento de talleres e industrias livianas, particularmente los saladeros, demandaban mano de obra20.
Estos datos estadísticos se tornan significativos al compararlos con otros que no acompañaron el progreso material de la urbe. Se advierte allí que, en el proceso de modernización urbana, existió cierto desfase entre un desmesurado crecimiento demográfico y la expansión material de la ciudad. Desde la perspectiva geográfica y arquitectónica, Buenos Aires hacia 1870 tenía dimensiones urbanas mucho más modestas en comparación con su vertiginosa demografía. El centro se limitaba entre las calles Piedras (Bartolomé Mitre) hacia el norte y Potosí (Alsina) hacia el sur, es decir lo que hoy es la Plaza de Mayo y sus alrededores más próximos. A ese centro se le sumaban catorce pequeños fragmentos administrativos cuyos puntos centrales eran sus parroquias, (Catedral al Sur, Catedral al Norte, San Nicolás, El socorro, San Miguel, Monserrat, Concepción, San Telmo, La Piedad, Balvanera, Pilar, Barracas al Norte, San Juan [La Boca] y San Cristóbal). La planta urbana tenía una estructura con forma triangular, su base sobre el Río de la Plata, entre Retiro al norte, y plaza constitución al sur, que se iba haciendo angosto a medida que se acercaba a Plaza Once.
El censo de 1869 indica que esa ciudad se componía de 20.838 casas, y se descomponía en 18.507 de un piso, 2.078 de dos pisos y 253 de tres pisos. La planta urbana no se extendió al ritmo de esa población que la habitaba de forma irregular. Esa inmigración se concentraba en barrios cuya característica esencial se posaba en sus rasgos étnicos21. Las parroquias localizadas al sur fueron el principal destino de los inmigrantes. Allí proliferaron los conventillos, un tipo de vivienda colectiva que despertó la preocupante atención de los médicos higienistas. Famosos por sus promiscuas divisiones, cuyos pocos metros cuadrados servían de dormitorio, comedor y sala y su nula ventilación, la cual motivaba la mezcla de hediondos efluvios. Tal precariedad incluía la carencia del servicio de agua potable para sus moradores22.
Empero, el problema agua no se reducía solo puertas adentro del conventillo. Las exigencias modernas para una ciudad que se pretendía como tal, denunciaban la necesidad del tendido de los servicios de agua potable y cloaca. Ya en 1862 el Estado municipal estudió la posibilidad de que la población de la ciudad contara con aguas corrientes. Aunque recién en 1867, durante el gobierno de Alsina, se puso en práctica dicho proyecto, cuando, bajo la dirección del ingeniero Coghlan, se importaron los elementos necesarios desde Gran Bretaña. En 1869, Buenos Aires inauguraba su primer tramo de aguas corrientes, unos escasos 20.000 metros de cañería con filtros en la Recoleta. Evidentemente el servicio era mínimo y por ende sus beneficiados. A esa exigüidad siguió la interrupción total del proyecto en 1870, evidenciando su real fracaso. Al finalizar el año de la peste, la legislatura provincial ordenó extender la red de agua a toda la ciudad y agregar el servicio de cloacas. Empero, la materialización de la ley se demoró hasta el año 1888.
Hasta entonces, el aprovisionamiento de agua era más que complicado, peligroso. Dos fueron las formas de mayor recurrencia para obtenerla: o bien podía ser comprada por pocos centavos a los aguateros, quienes las ofrecían en las calles en un tonel sucio. Agua extraída del río, en el mismo sector donde las lavanderas enjuagaban ropas sucias, mientras los caballerizos sacaban mugre y deyecciones de sus animales. José Antonio Wilde recuerda que, pese a que la autoridad indicaba el lugar donde los aguateros debían extraer su provisión, la disposición era burlada frecuentemente. Era sustraída de donde más les convenía, aun cuando estuviera revuelta y fangosa23. La otra manera, escatológicamente peor, era obtenerla del aljibe. El riesgo provenía que estos estaban próximos a los pozos negros de las letrinas, entonces la acción del tiempo, junto con la porosidad de la tierra provocaba que se mezclaran las aguas fecales con las de consumo.
Otra preocupación de la época era la recolección de basura. Dicho servicio estaba limitado al centro y el método de recolección, empleado desde 1856, se tornaba inadecuado. Los carros tardaban días en recoger, incitando la fermentación de la basura en detrimento del ambiente y la salud. La insuficiencia numérica de los carros, y su mezquina capacidad eran escollos para brindar un servicio apto. Pero, incluso, la recolección de la basura no garantizaba el deshacerse de ella. Ya que a veces era empleaba en el relleno de terrenos y calles para su nivelación y futura urbanización. El magma era luego emparejado, apisonado y cubierto por el empedrado «a bola». Allí abajo, en verano, la basura fermentaba y dejaba sentir su presencia, despidiendo una sinfonía de olores mefíticos por las juntas del pavimento24. A ello sumémosle que, ante la carencia de desagües para el desecho de aguas servidas o de lluvias, hacía que estas finalizaran también en la calle. José Wilde describía que:
…hasta hace no muchos años se veían aun en los puntos más centrales de la ciudad, inmensos pantanos que ocupaban a veces cuatro cuadras enteras. Los pantanos se tapaban, con las basuras que conducían los carros de policía. Estos depósitos de inmundicias, estos verdaderos focos de infección producían, particularmente en el verano, un olor insoportable, y atraían millares de moscas que invadían a toda hora las casas inmediatas25.
La viajera británica, Lucy Dowling, delineaba en sus apuntes cómo la calle Callao se había convertido en un «pantano prolongado». Insistía en el estado deplorable de las plazas, que graficaba como una «mezcla sin gusto de toda clase de árboles mal cuidados, con fuentes que jamás juegan sus aguas», y en la falta de concurrencia de los habitantes a espacios verdes saludables. La sorprendía que no se encontraran «nunca gente que ocupe los bancos en los sitios públicos, ni niños que corran bajo los árboles de las plazas. Estos paseos no son simple lujo, es la higiene que exige el salir a respirar el aire puro»26.
El problema del aire puro tenía raíces profundas, según el doctor Guillermo Rawson. Buenos Aires era una ciudad poco oxigenada desde su nacimiento. Su diagramación era un atentado contra la salud pública: «sus calles tan estrechas que impiden la circulación amplia y libre del aire, es el inconveniente más importante […] son pulmones demasiado pequeños que necesariamente amenazan asfixiar a la sociedad»27.
Al contexto vulnerable y favorable para la propagación de cualquier enfermedad que desatase un desastre socionatural, se les debe agregar las condiciones climáticas y meteorológicas de Buenos Aires entre 1870 y 1871. El fenómeno natural ha pasado prácticamente desapercibido en los estudios en torno a la epidemia. Elemento fundamental para explicar la propagación de las dos principales enfermedades que asolaron la ciudad entre 1850 y 1887, el cólera y la fiebre amarilla.
Respecto a las condiciones meteorológicas, exactamente un año antes ese escenario se preparaba con copiosas precipitaciones. El 31 de marzo de 1870 una sola lluvia de pocos minutos dio 145 mm de caída, cerca del 20 % de la media anual. Ese diluvio ocasionó la inundación en el sur de la ciudad, y un decreto de auxilios por parte del gobierno de la provincia el día 4 de abril de 1870. Todos los bajos de la ciudad se llenaron de pantanos y la parte alta de lodazales, con inundación de los pozos ciegos y desborde de materias fecales28. Pantanos y aguas estancadas transformaron la ciudad en un edén para el mosquito Aedes aegypti.
Si la falta de circulación del aire de la ciudad era asociada con su diagramación inicial de la urbe; las inundaciones lo serán con el mismo instante de su fundación en 1580. En relación con ello, Hilda Herzer y Maria Di Virgilio han enfatizado que «el sitio especifico en que se instalaron las primeras edificaciones respondió a un requisito topográfico: ser tierras altas»29. No obstante, las características topográficas de la ciudad son propicias para el anegamiento. Como se ha sostenido, «los procesos de inundación que en Buenos Aires desde los comienzos del siglo XVIII pueden ser considerados como “desastre antropogénico”, generado por errores, descuidos o intereses humanos»30. Considerando ello, la expansión horizontal y la pavimentación de la ciudad representaron un obstáculo para el drenaje de los ríos y desagües. Los conflictos políticos-militares, que entre 1852 y 1880 se dieron cita por la capitalización de la ciudad, obstaculizaron la posibilidad de una gestión administrativa duradera que permitiese proyectar soluciones a las problemáticas de hábitat. La inercia de políticas destinadas en ese sentido dio como resultado la carencia de obras sanitarias hasta fines del siglo XIX en la ciudad31.
A esta problemática socionatural, vale agregar lo que bien a señalado Nicolás Rey, respecto a la coincidencia entre la epidemia de fiebre amarilla de 1870 y 1871 y el fenómeno meteorológico conocido como El Niño32. Sus torrenciales lluvias y aumento de la humedad afectaron la región del Río de la Plata.
Es así que, «las epidemias de cólera, disentería, malaria y fiebre amarilla que se desataron entre 1860 y 1871 en la cuenca del río de la Plata podrían estar asociadas a diferentes variables climáticas del ENSO con intensidad estimable: 1861 (Medio), 1864 (Fuerte) y 1871 (Muy Fuerte)»33.
A las precipitaciones e inundaciones que en esos años se produjeron, vale agregar las condiciones climáticas. La revista Médico-Quirúrgica, órgano de la medicina oficial, a inicios de 1871, con preocupación informaba de condiciones climáticas enrarecidas.
Los cambios de temperaturas de la quincena se han verificado de un modo brusco sucediéndose muchas veces a los fuertes calores del día, el fresco notable de la noche. La temperatura, en algunos días de esta quincena, se ha elevado considerablemente, produciendo fuertes calores que se hacían sentir en las horas avanzadas de la noche34.
Finalizando el mes de enero volvieron abundantes tormentas sobre la ciudad, configurando un edén para el mosquito. Emilio Coni, en su estudio sobre la mortalidad35, detalla de manera pormenorizada el clima de Buenos Aires antes, durante y después de la epidemia. Allí alertaba de ciertos «inconvenientes climáticos», que derivaban de las altas temperaturas, del elevado porcentaje de humedad, los vientos malsanos y la presión del aire36. Pese a ello el higienista, aminorando los efectos nefastos del ambiente, definía «el clima de Buenos Aires como sano, donde los habitantes gozan en general de buena salud, y los extranjeros (sic) fácilmente se aclimatan»37.
Lo cierto es que la metrópoli se había acostumbrado a las visitas patógenas en las estaciones de verano y la vinculación entre estas y las condiciones climáticas fueron recurrentes. Incluso, el clima optimista que se presagiaba desde los clásicos almanaques que daban inicio al nuevo año, hacían referencia a la estrechez entre clima y enfermedades. Los almanaques destinados a recibir el año 1871, brindaban a sus lectores recetas para preservarse del cólera y de la fiebre amarilla (enfermedades que devinieron en epidemias en 1867, 1869 y 1870). Auguraban, asociados al control de enfermedades, la benevolencia climática:
Lectores no será extraño que este año sea propicio, pues año que tiene juicio nunca puede ser mal año. Año corriente tan corriente y sano, y tan agradable y tierno, que ni habrá frío en invierno, ni calor en su verano38.
A las condiciones descriptas arriba, consideramos prudente recordar que el área de distribución del mosquito trasmisor de la fiebre amarilla es realmente amplia. Esta abarca tanto zonas tropicales como templadas en todo el globo. Es de importancia destacar que Buenos Aires «se encuentra cerca del límite sur del área de dispersión» y que, a su vez, el Aedes aegypti «posee un hábitat permanente y estable en el delta del Paraná»39. Además, si bien una temperatura por encima de los 25° grados es inmejorable para el desarrollo del mosquito, este, de todas maneras, se adapta a regiones con temperaturas medias más bajas. A su vez, se trata de un insecto casero, es decir, suele alojarse en las viviendas. Por ello, la combinación entre precipitaciones, y una temperatura adecuada permitió su propagación. No obstante, la contaminación del agua, los pantanos y otras aguas putrefactas estancadas promovían el desarrollo de su primo el Anopheles, pero no del Aedes aegypti.
Desde luego que, en un periodo anterior a los aportes científicos de la bacteriología moderna, las teorías sobre las etiologías de las enfermedades se posaban, principalmente, en la concepción del miasma. Se entendía por este, al efluvio o emanaciones nocivas que se suponía desprendían los cuerpos enfermos, las sustancias corrompidas y las aguas estancadas y que trasmitían enfermedades. La teoría miasmática estimaba la influencia de la naturaleza y el clima como elementales en el proceso de descomposición. La estación de verano, por ejemplo, propiciaba la aceleración de la degradación, alentando las peligrosas irradiaciones. Las tesis de medicina de los ayudantes que asistieron a las víctimas durante la epidemia de fiebre amarilla por un lado se aseveraban que la enfermedad era:
hija de los países situados en la zona tórrida abrazados por los rayos del sol, cuyas costas son bajas, húmedas y pantanosas, y en donde la vegetación es muy abundante. […] la combinación del calor con humedad favorece la descomposición de las sustancias animales y vegetales que exhaladas y puestas en tales condiciones favorecidas por las variaciones de la atmósfera y los desequilibrios eléctricos, alteran el aire atmosférico y lo hacen nocivo para la salud40.
La influencia que la naturaleza podía conceder en el desarrollo de la fiebre amarilla generaba desconcierto. Se sostenía que «la enfermedad no tenía puntos fijos para desarrollarse». Porque si bien se identificaba de manera clara su proliferación en ambientes de temperatura cálida y húmeda, «también la vemos desarrollarse en los países templados»41. Pese a las vicisitudes, se cuestionaba poco la contribución de «la constitución telúrica y atmosférica»42. Incluso tanto el día como la noche podían ejercer su influencia sobre los síntomas de la dolencia:
la esperanza de una pronta mejoría y que aparece empezando en las primeras horas de la mañana para desaparecer con la aproximación de la noche, no es sino aparente, pudiéndose considerar como una tregua, un descanso que la enfermedad concede a la naturaleza para volver enseguida con más fuerzas y revestida de otro carácter á (sic) continuar su marcha destructora43.
Cuando la plaga comenzaba a desplegar sus alas y ensombrecer la ciudad, las primeras acusaciones y discusiones respecto al foco que originó la epidemia se posaron sobre el pútrido Riachuelo. En el parágrafo siguiente se abordará las discusiones ambientales que en torno a él se desplegaron en tiempo epidémico.
Riachuelo, epidemia y debates ambientales
Si un desastre constituye un resultado de procesos será menester recorrer la suerte que transitó el Riachuelo antes de considerarse el foco que originó la epidemia. La inundación de éste se evidenció ya en tiempos coloniales. El fenómeno geológico del arrastre de sedimento se vio precipitado por la deforestación de sus costas y la posterior actividad ganadera que allí se desarrolló. Brailovsky sostiene que:
…eliminados los sauces y ceibos, al retirarse cada sudestada se llevaba el suelo de la orilla. A ello se le agrega la utilización del Riachuelo como aguada para el ganado. Las pezuñas de los animales removían el suelo y lo pulverizaban, lo que hacía más fácil el arrastre por las lluvias44.
Pero sin dudas, los efectos catastróficos que la actividad económica tendría sobre el río, se intensificaron en el periodo posindependentista, a partir de la expansión de la industria saladera, que entre 1820 y 1860 se concentró alrededor del Riachuelo. Como se ha destacado:
…para mediados del siglo XIX, la actividad saladeril podía verse como una industria progresista, que alimentaba una serie de industrias conexas. Pero las desventajas respecto de la higiene no podían pasar desapercibidas: el Riachuelo se teñía de rojo en el verano, durante el periodo de matanzas45.
Los reiterados intentos por delimitar o eliminar la actividad saladeril, que se inician en épocas tan tempranas como 1817, fueron ineficaces hasta 1871. Esto no implica conjeturar que las terribles epidemias de cólera en 1867 (la cual coincide con el récord de animales faenados) y la aquí estudiada de 1871, motivaron una concientización de los sectores poderosos, involucrados con esas industrias. Tampoco su posterior modificación respecto a las formas de producción. En realidad, si bien el desastre epidémico estimuló la conciencia social por un ambiente más saludable, este tipo de producción declinó al dejar de ser rentable tras la consolidación del frigorífico. Incluso, de un modo opuesto, durante todo ese tiempo los saladeros fueron activos expulsores de sangre, entrañas y otros desperdicios que se acumulaban en las aquietadas aguas. Así, «los detritus formaban un magma líquido, formidable criadero de moscas, paraíso de mosquitos, del que emergía un hedor robusto y persistente»46.
La magnitud del desastre que provocó la epidemia, en un contexto donde el higienismo cobraba vigor, llevó a posar los ojos sobre el río. Como es de esperar, la cuestión Riachuelo-saladeros como causante de la enfermedad abrió arduas confrontaciones. Por un lado, la férrea defensa de algunos políticos, saladeristas y poderosos comerciantes nacionales y extranjeros a efecto de evitar el cierre de esas industrias de la carne. Por otro lado, una enérgica resistencia fundada en preocupaciones ambientales. Una postura rígida que velaba por el cuidado del medio ambiente y de la salud pública. Los periódicos porteños y algunos folletos que circularon durante la pestilencial presencia fueron portavoces de unos y otros intereses.
Las oposiciones entre aquellos pueden rastrearse desde una fecha tan temprana como el 6 de febrero. Si bien, aun en ese momento se debatía si se trataba o no de fiebre amarilla, era indudable que se estaba en presencia de una enfermedad miasmática. La Nación reproducía en un artículo titulado «El Riachuelo y la fiebre amarilla», los conocimientos que sobre la enfermedad se sostenían: «Los lugares en que reina la fiebre son las costas del mar y los lugares situados en la embocadura de los ríos que arrastran una cantidad considerable de detritus vegetales y animales»47. Al día siguiente el periódico El Nacional con idéntico atisbo sustentaba que:
…la fiebre amarilla tiene por causa los focos de infección y solo se desarrollan en las orillas de los ríos. El foco de infección mayor que tiene esta ciudad es el Riachuelo. Se debe procurar a la mayor brevedad desinfectar ese foco de podredumbre48.
En el mismo rotativo una noticia titulada «Los Saladeros» responsabilizaba de la fetidez del Riachuelo tanto a la desidia de las autoridades como a la corrupción de los saladeristas. Para el periodista, el acto de priorizar ganancias económicas por sobre la salubridad pública que el poderoso sector saladerista decidía evidenciaba poder, egoísmo y codicia. A su vez, estas acciones eran posibles debido a la corrupción política que encubría su funcionamiento.
Es verdaderamente digno de observar el hecho de que casi todas las epidemias han aparecido al sud de la ciudad. […] El mal viene de otra parte. Su origen inmediato lo tenemos en estos espantosos focos de infección que se llaman saladeros, que están anclados a las orillas del Riachuelo, protestando contra nuestro adelantado progreso y amenazando de muerte la salud pública. […] ¿Por qué no se remueven? Los saladeros no se quitan de allí porque se oponen los saladeristas que en su mayor parte es gente acaudalada y dispone de la influencia bastante con los magistrados y funcionarios públicos al mezquino interés personal49.
Estos argumentos fueron el caballito de batalla de aquellos que asignaban el origen del mal a los saladeros. Pero, justamente del mismo razonamiento se desprende un escollo que los opositores a los saladeros no podrían demostrar de forma ostensible: ¿Por qué ocurrían los casos de fiebre amarilla lejos del Riachuelo y los saladeros? ¿Por qué en Barracas, no había por el momento ningún caso de fiebre amarilla? La tesis de los defensores de los saladeros se refugiaría en este interrogante:
¿Por qué no hubo en Barracas ni un solo caso que tomara principio allí, y sólo murió en aquel sitio uno que otro atacado, trasladado desde la ciudad, especialmente del barrio de San Telmo, pero sin que comunicase la fiebre a ninguno de los habitantes de Barracas? Pues si el foco de infección estuviera allí, lo lógico sería que la fiebre tuviera allí su nacimiento, y se extendiera después por la ciudad. Pero no señor: la fiebre, en 1° lugar ha sido importada en Buenos Aires por un individuo procedente del Paraguay […] (además) la fiebre amarilla es producida solo y exclusivamente por la descomposición espontánea de las materias vegetales50.
Para el químico español Manuel Puiggari, contratado por el Estado municipal como autoridad para analizar el Riachuelo, el problema no residía en la actividad de los saladeros, sino en el aumento de la población en las costas del río. Inclusive, consideraba que «las emanaciones pútridas son inofensivas, lo nauseabundo no es malsano y aún puede poseer un valor terapéutico, y es posible entonces, reciclar»51. De allí, la respuesta irónica que el periodista Mardoqueo Navarro vertía en su Diario de la epidemia, y título del presente artículo, «Aguas pútridas son saludable»52.
En otro folleto, el británico J. Graham enumeraba las seis causas que provocaron la epidemia. En ella no se mencionaba nada respecto a los saladeros y a sus características antisépticas; además, al señalar al Riachuelo, como última causa de la epidemia, se le asociaba a sus aguas aquietadas y no a los desechos arrojados en él: «Sesta causa: el Riachuelo. Es el pequeño riacho, cuyas aguas están casi estancadas, que los recibe y no pudiendo arrojarlos rio afuera, se convierte todos los años en un estanque»53. Mientras tanto, el diario La Discusión publicaba un artículo con el título «El Riachuelo», que orientaba la crítica hacia las autoridades locales y principalmente al Consejo de Higiene. Enfatizaba que la triste realidad de la ciudad era producto no de un foco, sino de varios, porque, como sostiene el redactor, dentro de ella convivían varios riachuelos:
Justo es lo que sobre él (Riachuelo) se ha dicho, pero no lo es tanto cuando no se entra a averiguar cuánto Riachuelo existe en Buenos Aires. ¿Quién sabe si la haraganería del Consejo de Higiene no es un Riachuelo? ¿Quién sabe si la falta de ebrio en lo ciudadanos no es un nuevo Riachuelo, más malo aun en sus efectos, que el de Barracas? […] Porción de focos de infección y podredumbre rodean la ciudad y nadie de señales de vida para evitarlos […] vienen gastando hace días la paciencia con el nombre de Riachuelo, llegando a hacer de ello una cuestión literaria, en vez de decir de una vez, límpiese todas esas inmundicias, renuncie su autoridad, quien no sea apto para desempeñarlas, salga del Consejo de higiene el que no quiere trabajar54.
Los reclamos dirigidos al gobierno, centrados en la falta de iniciativa, por negligencia o inacción ante el asunto, presionó para que este decretara la suspensión de las faenas. El dictamen enardeció aún más las posturas de los periódicos y la sociedad.
El decreto estipulaba que desde el 1 de marzo quedaban suspendidas las faenas de los saladeros hasta tanto cesara la epidemia. Hasta que no se adoptase una resolución quedaba determinantemente prohibido para los saladeros arrojar al Riachuelo cualquier residuo, tanto sólido, como líquido. En sus artículos 2° y 3° aseveraba que «los infractores a lo dispuesto en el artículo anterior serán penados con una multa de veinte mil pesos por cada infracción, y que el inspector de Saladeros queda especialmente encargado de vigilar el cumplimiento de esta disposición»55.
El rotativo La Discusión salió pronto a la defensiva reprobando el decreto. Con un título tan sugerente como «Medida inconstitucional» sostenía que se trataba de una decisión carente de convicciones; con la sola finalidad de eventualmente coadyuvar la tranquilidad de la población y no sosegar la epidemia:
… se ha gritado se ha levantado en protestas, contra lo que llaman criminal protección de los acaudalados, pero nadie ha demostrado hasta ahora, que los saladeros sean el foco permanente de insalubridad […] nosotros creemos que, si los gobiernos no han ordenado la remoción en un plazo dado, es porque no es ahí donde está el mal, y sólo se ha querido calmar momentáneamente la ansiedad del pueblo56.
En contraste, los periódicos La Nación y El Nacional vieron con beneplácito la resolución adoptada por las autoridades. De hecho, este último enfatizaba en la demora de las decisiones adoptadas.
¿Por qué esperar al primero de marzo y no ordenar inmediatamente la suspensión de las faenas? […] y entonces ¿Por qué tanta consideración y complacencia por parte del gobierno respecto de estos establecimientos que contribuyen al desarrollo y mantención de las epidemias? El decreto del gobierno trata de disculpar esta irritante condescendencia con razones que no satisfacen porque son de intereses privados y el interés privado no puede ni debe ser preferido a los intereses comunes57.
Simultáneamente, La Nación destacaba bajo los titulares «La libertad y los saladeros» y «Las industrias y la salud pública» cómo la resistencia respecto a los saladeristas respondía por un lado al repudio que la industria ilícita generaba, y por otro a una manifestación ciudadana, cuyos derechos de vivir en un ambiente saludable estaban siendo pisoteados. En la balanza de prioridades, el cierre de los saladeros no era inconstitucional porque se contemplaba un fundado resguardo a la salud y la vida58. En ese sentido, la fiebre amarilla se la puede considerar un «parteaguas» en varias cuestiones. No solo la asistencia médica y los servicios sanitarios en general comenzaron a ser considerados una cuestión legítima que se iría incorporando al rótulo de ciudadano. El derecho a un ambiente saludable ingresaba a la agenda del ciudadano. Indudablemente, el primer punto a tratar de esa agenda era la contaminación del Riachuelo. Los contemporáneos no solo veían con preocupación el alarmante estado de la rivera, sino que eran capaces de identificar las causas de este. El diario La Nación describía:
El lecho del Riachuelo es una inmensa capa de materias en putrefacción. Su corriente no tiene ni el color del agua. Unas veces sangrienta, otras verde y espesa, parece un torrente de pus que escapa a raudales de la herida abierta en el sen gangrenado de la tierra. Un foco tal de infección puede ser causa de todos los flagelos ¿Hasta cuándo inspiraremos el aliento y beberemos la podredumbre de ese gran cadáver tendido a espaldas de nuestra ciudad59.
El paisaje reconstruye tanto los efectos como los mecanismos de eutrofización. Un río que recibió por décadas un exceso de sustancias que alteraron sobremanera sus aguas. El mal olor del ella indica la considerable disminución de los niveles de oxígeno y, consecuencia de ello, lo inhabitable para la vida animal y vegetal.
El 7 de agosto de 1871, a dos meses de extinta la epidemia, pero con la memoria viva del desastre, la cámara de diputados de la provincia de Buenos Aires trató el impostergable problema de la contaminación del Riachuelo. Allí de los dos proyectos que se debatieron: uno sanear el Riachuelo y el otro erradicar los saladeros e industrias contaminantes de este. El primero se consideró inasible. Aunque la depuración fuera posible, las dudas de que realmente los saladeros lo pusieran en práctica eran conocidas. El segundo finalizó aprobado. Es claro que, producto del desastre epidémico, por primera vez las posturas ambientalistas en Buenos Aires cobraban vigor. El diputado Montes de Oca ahondaba y ampliaba las problemáticas ambientales de la ciudad en el reciento:
No nos olvidemos que muy cerca de la ciudad hay terrenos de anegación, que hay quintales de basura que no se ha tocado; que hay corrientes subterráneas en Buenos Aires de líquidos en putrefacción, que esta ciudad no tiene desagües ni plazas. Tenemos en Buenos Aires infinitas causas de producir enfermedades epidémicas60.
Aunque si bien pasaran décadas para que esas problemáticas ambientales fueran investidas con el carácter de urgente por parte de las autoridades políticas, sin dudas, a partir de la epidemia de 1871, aquellas comenzaron a cobrar un mayor vigor en la agenda política.
Consideraciones finales
Las líneas expresadas aspiran demostrar que la epidemia de 1871 fue el resultado de un proceso cuyo desastre devino en detonante de una realidad crítica, en la cual no solo se expresaron los aspectos trágicos del mismo. Fue el inicio tanto de recepciones respecto a cuestiones ambientales por parte de las autoridades como de decisiones políticas para resolverlos.
El estudio intentó evidenciar no solo las condiciones socionaturales que desencadenaron la epidemia, sino también demostrar que los profesionales de la salud depositaban sus preocupaciones en ellos. Los médicos higienistas, a partir de los fundamentos de la teoría miasmática, destacaron que la etiología de la enfermedad se enraizaba a las condiciones climáticas y topográfica de la ciudad. Aunque, principalmente subrayaban cómo determinadas e inadecuadas actividades del hombre impactaban sobre la naturaleza, corrompiéndola, gestando el tan temido miasma. Es claro que los saberes médicos-sanitarios hegemónicos de la época no sospechaban del mosquito trasmisor de la enfermedad. Por tal razón, la hipótesis de la contaminación del riachuelo como el principal generador de la infección es refutable, ya que el mosquito siquiera se cría en las aguas pútridas.
No obstante, la responsabilidad del Riachuelo con respecto al desarrollo de la epidemia tenía sus limitaciones. Sus desbordes costeros, producidos por las copiosas precipitaciones, sí eran propicios para la propagación del mosquito. Por ello, se podría inferir que, aunque de manera involuntaria, porque no se percibía el real foco etiológico, las ideas y acciones que se llevaron adelante sobre el ambiente para evitar brotes epidémicos fueron en cierta medida eficaces. Por otro lado, pese a que el Riachuelo se lo considera aún entre los diez ríos más contaminados en el mundo (y sigue siendo una cuenta pendiente por parte de la comunidad toda, su saneamiento), la recuperación paisajística y natural se inicia a partir de 1871. Vale agregar aquí, en el cierre del presente trabajo, que el proceso de recuperación prosperó satisfactoriamente cuando a partir de un decreto en la década de 1980, es decir, más de 100 años después de aquel terrible flagelo, se la considerara reserva ecológica61.
Finalmente, es menester una breve reflexión sobre la encrucijada (particularmente ambiental) que atraviesa el planeta con el COVID 19. Sobradas muestras de especialistas sostienen que a partir de la pandemia que trastoca nuestras vidas, la naturaleza ha tenido la posibilidad de una gradual recuperación a escala global. Se viene reconsiderando la relación producción de bienes-explotación de los recursos/contaminación-salud ambiental. Frank Molano Camargo en «Las basuras del Covid-19»62 nos invita a meditar sobre la nueva basura contaminada y sus posibles implicancias en la trasmisión del COVID-19. Como en 1871, pero hoy más que nunca, hay que rediseñar políticas ambientales que obren por los derechos fundamentales de las personas y que aminoren las desigualdades socio-ecológicas.
Fuentes primarias
Archivo General de la Nación Argentina (AGN). Sala X, ordenes 1870-1871, legajo 34-11-2.
Almanaques del correo de las niñas para 1871. Buenos Aires: imprenta La Discusión, 1871.
Almanaque de las familias para 1871. Buenos Aires: Imprenta del Siglo, 1870
Almanaque popular de Orión: 1871. Buenos Aires: Imprenta La Tribuna, 1871.
Anónimo. Los saladeros, el riachuelo y la fiebre amarilla. Buenos Aires: Imprenta Porvenir, 1871
Coni, Emilio. El servicio sanitario de Bs. As. Buenos Aires: Pablo E. Coni, 1879.
coni, Emilio. Apuntes sobre estadística mortuoria de la ciudad de Bs. As.: desde el año 1869 hasta 1877 inclusive. Buenos Aires: Pablo E. Coni, 1878.
Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, 1852-1947. Biblioteca Tornquist.
Doncel, Salvador. La fiebre amarilla de 1871: observada en el lazareto municipal de San Roque. Buenos Aires: Imprenta del Siglo, 1873.
Echegaray, Miguel. Fiebre amarilla del año 1871. Buenos Aires: Pablo E. Coni, 1871.
Gálvez, Víctor. Memorias de un viejo. Escenas de costumbres de la República Argentina. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras, [1888]1990.
Graham, J. La epidemia de 1871: las causas y su remoción. Buenos Aires: Imprenta inglesa, 1871.
Hemeroteca Biblioteca Nacional Mariano Moreno (BNMM). Buenos Aires, Argentina.
Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC). Primer Censo Nacional de la República Argentina 1869. Buenos Aires: Imprenta del Porvenir, 1872.
Maglioni, Luis. Conferencias sobre higiene pública dadas en la facultad de medicina de Bs. As., por el Dr. Guillermo Rawson (año 1874). París: Connamette y Hatu, 1875
Navarro, Mardoqueo. Diario de la epidemia. Archivo General de la Nación Argentina. Colección Andrés Lamas (1849-1894), legajo 2672. Colección de Documentos impresos, legajo n.º 69, 1863-1881.
Puiggari, Manuel. Sobre la inocuidad de los saladeros o sea la refutación de los cargos hechos a estos establecimientos como instrumento de insalubridad y prueba de las preocupaciones que dominan sobre las condiciones sanitarias de las industrias análogas. Buenos Aires: Imprenta La tribuna, 1871.
Revista Médico-Quirúrgica. Año VII, n. °20 (1871). En Hemeroteca de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.
Scherrer, Jacobo. Estudios sobre la fiebre amarilla del año 1871. Buenos Aires: Pablo E. Coni, 1872.
Wilde, José Antonio. Buenos Aires desde 70 años atrás (1810-1880). Buenos Aires: Eudeba, [1881]1960.
Fuentes secundarias
Armus, Diego. «El descubrimiento de la enfermedad como problema social». En Nueva Historia Argentina. El progreso, la modernidad y sus límites (1880-1916), tomo V, dirigido por Mirta Lobato, 507-550. Buenos Aires: Sudamericana, 2000.
Besio, Nicolás. Historia de las epidemias de Buenos Aires: Estudio demográfico estadístico. Publicaciones de la Cátedra de Historia de la Medicina, tomo III. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, 1940.
Brailovsky, Antonio. Historia ecológica de la ciudad de Buenos Aires. Buenos Aires: Kaicron, 2012.
Bucich, Ismael. Bajo el horror de la epidemia: escenas de la fiebre amarilla de 1871 en Buenos Aires. Buenos Aires: Taller Gráfico Ferrari Hnos., 1932.
Caviedes, César. El Niño in History: Storming Through the Ages. Gainesville: University Press of Florida, 2001.
Chalhoub, Sidney. Cidade Febril. Corticos e epidemias na Corte imperial. Sao Paulo: Companhia das Letras, 1996.
Correa, Nilson y Lizardo Narváez, «Egoyá: degradación ambiental y riesgo». En Cambios ambientales en perspectiva histórica, compilado. por Carlos López y Martha Cano, 132-144. Pereira: Universidad Tecnológica de Pereira, 2004.
Devoto, Fernando. Historia de la inmigración en Argentina. Buenos Aires: Sudamericana, 2004.
Dutra e Silva, Sandro, Marina Miraglia y Wilson Picado. «Balances de Historia Ambiental en América Latina», Historia Ambiental Latinoamericana y Caribeña (HALAC) Revista De La Solcha 9, n.°2 (2019): 9-15. https://doi.org/10.32991/2237-2717.2019v9i2.p09-15.
Fiquepron, Maximiliano. «Cadáveres, epidemias y funerales en Buenos Aires (1856-1886)». En Muerte, Política y sociedad en la Argentina, editado por Sandra Gayol y Gabriel Kessler, 227-250. Buenos Aires: Edhasa, 2015.
Fiquepron, Maximiliano. «Saberes expertos y profanos entorno a las epidemias de fiebre amarilla y cólera en Buenos Aires (1867-1871)». Investigaciones y Ensayos 66 (2018): 43-74.
Fiquepron, Maximiliano. Morir en las grandes pestes. Las epidemias de cólera y fiebre amarilla en la Buenos Aires del siglo XIX. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Ediciones, 2020.
Galeano, Diego. «Médicos y policías durante la epidemia de fiebre amarilla (Buenos Aires, 1871)». Salud Colectiva, 5 (2009): 107-120. https://doi.org/10.18294/sc.2009.233.
Gallini, Stefania. «Problemas de métodos en la historia ambiental de América Latina». Anuario IHES, 19 (2004): 147-171.
García, Jorge. «La Iglesia en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871». Revista Teología 82 (2003): 115-147.
García, Virginia. «Introducción. El estudio histórico de los desastres». En Historia y desastres en América Latina, coordinado por Virginia García Acosta, 5-22. Bogotá: Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina/CIESAS, 1996.
Gascón, Margarita. «Historia y Ambiente». Entelequia Revista interdisciplinar 5 (2007): 197-207.
González, Andrea. «El impacto de la enfermedad en la organización social y el espacio urbano. El caso de la Epidemia de Fiebre Amarilla en la Ciudad de Buenos Aires en 1871». Medicina & Sociedad 24, n.°2 (2001): 93-102.
Guiastrennec, Lucas. «De los márgenes al centro. Ofertas terapéuticas y charlatanismo durante la epidemia de fiebre amarilla en el Buenos Aires de 1871». Anuario de la Escuela de Historia Virtual 12, n.° 19 (2021): 7-32. http://dx.doi.org/10.31049/1853.7049.v.n19.30910.
Herzer, Hilda. «Construcción del riesgo, desastre y gestión ambiental urbana: Perspectivas en debate». Revista Virtual REDESMA 5, n.°2 (2011): 51-60.
Herzer, Hilda y María Di Virgilio. «Buenos Aires inundable del siglo XIX a mediados del siglo XX». En Historia y desastres en América Latina, coordinado por Virginia García Acosta, 67-100. Bogotá: Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina/CIESAS, 1996.
Leff, Enrique. «Vertientes y vetas de la historia ambiental: una nota metodológica y epistemológica». Anuario IEHS 19 (2004): 133-145.
Maglioni, Carolina y Fernando Stratta. «Impresiones profundas. Una mirada sobre la fiebre amarilla en Buenos Aires». Población de Buenos Aires, revista semestral de datos y estudios demográficos 6, n.° 9 (2009): 7-19.
Malosetti, Laura. «Buenos Aires 1871: imagen de la fiebre civilizada». En Avatares de la medicalización en América Latina 1870-1970, compilado por Diego Armus, 41-64. Buenos Aires: Editorial Lugar, 2005.
Merlinsky, Gabriela. Política, derecho y justicia ambiental. El conflicto del Riachuelo. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2013.
Molano, Frank. «La basura del Covid-19» Historia Ambiental Latinoamericana y Caribeña 10 (2020): 52-56.
Mora, Katherinne. «Pensar el pasado para adaptarse al cambio climático. El aporte necesario de la historia ambiental latinoamericana». Letras Verdes. Revista Latinoamericana de Estudios Socioambientales 24 (2018): 8-26. https://doi.org/10.17141/letrasverdes.24.2018.3317.
Pita, Valeria. «Intromisiones municipales en tiempo de fiebre amarilla: Buenos Aires, 1871». Revista Historia y Justicia 6 (2016): 44-71. https://doi.org/10.4000/rhj.531
Rey, Nicolás Fernán. «El Atlántico, los inmigrantes y la transnacionalización de la enfermedad. Una nueva mirada sobre la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires (1870-1871)». Letras Verdes, Revista Latinoamericana de Estudios Socioambientales 30 (2021): 51-64. https://doi.org/10.17141/letrasverdes.30.2021.5058.
Romero, José Luis. Las ideas políticas en Argentina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1991.
Ruiz, Leandro. La peste histórica de 1871. Fiebre amarilla en Corrientes y en Buenos Aires (1870-1871). Paraná: Editorial Nueva Impresora, 1949
Salas, Julián. «Vulnerabilidad, pobreza y desastres "socionaturales" en Centroamérica y el Caribe». Informes de la Construcción 59 (2007):29-41. https://doi.org/10.3989/ic.2007.v59.i508.580
Sánchez-Calderón, Vladimir y Jacob Blanc. «La historia ambiental latinoamericana: cambios y permanencias de un campo en crecimiento». Historia Critica 17 (2019): 3-18. https://doi.org/10.7440/histcrit74.2019.01
Schmidt, Mariana. «Territorio, ambiente y patrimonio en la cuenca Matanza Riachuelo». Avá. Revista de Antropología 30 (2017): 184-195.
Scenna, Miguel Ángel. Cuando murió Buenos Aires. Buenos Aires: Cantaro, 2009
Silvestri, Graciela. El color del río. Historia cultural del paisaje del Riachuelo. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 2012.
Notas
Notas de autor